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Hilario Arbelaitz

El hombre tranquilo

Autor: Elena Rodríguez
Autor Imágenes: José Luis López de Zubiría
Fecha Publicación Revista: 01 de enero de 1970
Fecha Publicación Web: 04 de febrero de 2016
Revista nº 431

La historia de Hilario Arbelaitz comparte espacios comunes con la de muchos cocineros vascos. Comenzó a cocinar por accidente, al calor de los pucheros de su madre y su tía. Nunca pensó en dedicarse a ello, las circunstancias –su padre falleció joven– le pusieron al pie del fogón. Aprendió, asegura, de las mejores maestras en una cocina de carbón que se retiró hace apenas diez años del restaurante: cazuelas, salsas, guisos, croquetas….

“Cuando oigo decir, qué merito tiene lo moderno, respondo, sí, y lo viejo también. Se olvida que las cosas bien hechas, aunque pertenezcan al pasado, resultan igual de extraordinarias. ¿Por qué un pil-pil si entonces era excelente hoy ya no se aprecia igual?”

Arbelaitz es un cocinero y un hombre tranquilo. Afable pero sin llegar a la locuacidad de otros colegas, prefiere estar en la sombra antes que en la foto. Huye de protagonismos y poses, al igual que su cocina. Le gusta apelar a los principios, a la fidelidad a los orígenes, a la honestidad en la cocina y en la vida.

En diez años aprendió todo lo que su madre le pudo enseñar. Pero la visita de Maurice Isabal, del restaurante Ithurria, en la localidad de Ainhoa, le abrió los ojos a un universo culinario que no sabía que existía. Aceptó la invitación para pasar unos días en su casa, en el País Vasco francés. Dos semanas le bastaron para empaparse de una cocina de marcadas raíces francesas, donde comenzó a elaborar foie-gras, a preocuparse por la presentación de los platos, a investigar nuevas recetas, a buscar en lo que tenía a mano –libros de cocina, revistas…– cualquier información que le diera respuestas.

Los cambios tardaron en llegar. No quería, confiesa, que su clientela y su madre se asustaran. Y con un solo plato, los garbanzos con foie-gras, empezó un nuevo Zuberoa.

Una casa para volver

El caserío Garbuno pertenece a la familia Arbelaitz desde hace cuatro generaciones. Está rodeado del tradicional paisaje rural vasco en el que el tiempo parece haberse detenido. Allí, hace más de 70 años, los padres de Hilario abrieron un pequeño bar.

“En el porche se encontraba el gallinero y detrás la huerta. El espacio que hoy ocupa el aparcamiento eran terrenos de cultivo”, recuerda según nos va mostrando los diferentes rincones. La decoración es clásica, de estilo afrancesado, burgués y acogedor. De ella se encarga una de sus hermanas, que cambió los tonos azules y la madera presentes durante años por el blanco y negro. Colgando de las paredes, obras de pintores vascos contemporáneos confraternizan con cuadros antiguos y, en las mesas, conviven cubiertos de plata y flores frescas.

La sala está capitaneada por Eusebio Arbelaitz y su mujer Arantxa Urretabizkaia. “Aquí, como en la vida, hay que buscar un término medio: no abandonar, pero no atosigar. Los años de experiencia te dictan cómo actuar ante el cliente”. ¿Cómo decidieron quién se quedaba en sala y quién en cocina? “El destino”, asegura Hilario. “Me engañaste –le dice entre risas Eusebio–. Yo estuve en los fogones mientras Hilario hacía la mili, pero cuando regresó pasé a la sala y allí me quedé”. En un aparte confesará su admiración por su hermano –“que es más un amigo”– y su enorme valía profesional “un diez como persona y como cocinero”. Llevan trabajando juntos casi cuarenta años, toda una lección de convivencia.

El hermano menor, Joxe Mari, se encuentra al frente del restaurante Miramón Arbeláitz, en San Sebastián. Con él comparten Hilario y Eusebio la propiedad de los dos restaurantes; “todo es uno”, aseguran, y en él confían para que otra generación se sitúe al frente de la casa madre. “Excusas –responde el aludido– a Eusebio e Hilario les queda cuerda para rato”.

Con los años la historia se repitió, pero con Hilario interpretando el papel de maestro y Joxe Mari el de alumno aplicado. “Como persona, mi capacidad expresiva no encuentra las palabras justas; ha sido y sigue siendo el padre que perdí a temprana edad; el educador que te pone en la senda correcta, el amigo de juergas, el socio, el crítico más severo… He tenido la gran suerte y el placer de tenerlo cerca”.

Al hablar de su profesionalidad abandona la emotividad para dar paso a una profunda admiración. “El poder gustativo de sus platos, el rigor, la disciplina, la pasión por la cocina y su talento son un reflejo de su estilo de vida, lo que le convierte en un chef excepcional”, asegura.

Un chef poco común

Hilario es un cocinero “chapado a la antigua”. Llega al restaurante antes que su equipo, porque, confiesa, le gusta terminar a él las salsas. Dirige personalmente el servicio –no hay plato que no tenga su visado– y cuando acaba el turno se queda a saludar hasta la última mesa. Por la noche, el sistema se repite. “Mi laboratorio es mi cocina”, afirma para reconocer ante mi asombro que apenas se pierde tres servicios y medio al año. “Mi madre decía que un cocinero tiene que estar en la cocina”. Y lo lleva a rajatabla. “Algunos compañeros me dicen que es algo enfermizo, pero soy feliz así”.

Por ello cumple con los “compromisos justos”, y no frecuenta eventos gastronómicos. “Con los años he decidido que voy a todos los sitios una vez. Y después les pido que no me llamen más; no tengo nada en contra de ellos, pero solo asisto al de aquí (San Sebastian Gastronomika)”. Asegura que esta actitud le ha granjeado malentendidos con periodistas y organizadores. “No se trata de nada personal, ¡digo que no a todo el mundo!”.

Resulta curioso, le comento, que tenga que justificarse por querer estar en su cocina. Él reclama respeto y comprensión, los mismos que muestra por los colegas que viven otras opciones.

“Chapó para los que andan por todo el mundo difundiendo nuestra gastronomía, es una labor muy importante. Yo sólo sé que mis clientes se han acostumbrado a verme. Y si ahora no estoy les extrañaría mucho”.

Tampoco se prodiga en patrocinios y asesoramientos. Solo una excepción, el restaurante El Bodegón en Madrid (C/ del Pinar, 15) fundado en 1956, que en la actualidad pertenece al Grupo Vips. “De ello tiene mucha ‘culpa’ Paco López Canís. Yo lo había rechazado y me insistió mucho. Como confiaba en él, decidí dar el paso”. Desde entonces han pasado quince años. “Tengo muy buena relación con Machado, el jefe de cocina, que lleva más de 20 años. Son dos conceptos de restaurante distintos. Aquí se viene con tranquilidad; allí dan comidas de negocios y el ritmo de la ciudad es diferente; la gente quiere llegar, comer bien e irse. Y me costó adaptarme”. La relación está consolidada: él propone una serie de platos cada temporada y en Madrid eligen los que se ajustan mejor a su clientela. Fiel a su estilo, lo visita una vez al mes, eso sí, en día de fiesta.

La cocina del sabor

La de Zuberoa es una cocina tradicional vasca actualizada. Bebe de sus raíces y honra sus orígenes con devoción. El producto se alza como el rey de unas propuestas sencillas –solo aparentemente–, sabrosísimas y naturales. Con los años, Hilario ha depurado las presentaciones, pintando platos limpios de adornos innecesarios que son una prolongación del paisaje y de su propia experiencia vital. “Lo que comes es lo que ves en el enunciado de la carta, y sabe a lo que has pedido”. Esta definición simple pero difícil de encontrar en tantos establecimientos, se ajusta como un guante a sus recetas.

¿Nunca le tentó la vanguardia? Sonríe y calla unos instantes antes de contestar, buscando las palabras adecuadas. “Cada uno debe encontrar su propia línea, su filosofía, centrarse en lo suyo. Y pensar, ¿hasta dónde llego? ¿Por qué tengo que estar haciendo cosas que nunca me han ido? Yo me concentro en lo mío, que es la cocina del sabor, de buena textura y presentación”.

Aunque asegura que está “encantado” de que existan cocinas distintas, “porque todos debemos apostar por nuestra propia culinaria”, matiza: “La gastronomía de moda, es duradera pero acaba. Una cocina auténtica –y no estoy diciendo que la mía sea la única–, bien hecha, de gran producto y preparada con cariño y corazón, como la de nuestras madres, que la mimaban mucho porque daban de comer a su familia, es la que realmente perdura”.

Probablemente este “seguir a lo suyo” le ha retirado, al menos de manera aparente, de la primera fila de las fotos. Circunstancia que nunca le ha quitado el sueño, como tampoco lo hizo el que la guía Michelin le retirara la segunda estrella.

“Tuvimos 2 durante 17 años. Y de repente lo que ha valido entonces ya no vale. Si yo no soy peor cocinero que antes. Si intento ser cada día mejor…”. Al día siguiente reunieron a la plantilla e insistieron que no había cambiado nada: “no vamos a ser diferentes porque unos señores hayan hecho esto”. Para lo que no estaban preparados fue para las numerosas muestras de cariño y apoyo que recibieron de toda España –colegas, periodistas, clientes– incluso de Francia también. “Lo que es la vida, gracias a la Michelin descubrimos que tenemos muchísimos amigos”.

Independiente de guías y puntuaciones, todos aquellos que saben disfrutar de una cocina personal, de enorme nivel, recorren la carretera que lleva a Zuberoa con la pasión de un enamorado.

“La cocina empieza por la compra”

Hilario afirma que sus primeros conocimientos gastronómicos provienen de la huerta que hace años se encontraba junto al caserío, donde aprendió el respeto casi sagrado que tiene por el producto, “porque lo he visto crecer, lo he cultivado, lo he recolectado”. De allí resulta su gusto por los sabores de verdad, el fervor por no vestir la materia prima de disfraces innecesarios que le resten autenticidad. Al defensor del “no se puede hacer producto sin producto”, le gusta la caza, las ostras, el atún rojo y el chipirón pequeñito de lancha (que prepara encebollado, gustosísimo); en primavera disfruta con los perretxicos, las habas y los guisantes; con los hongos en otoño… Cualquier elaboración con cebolla le apasiona.

Recuerda con nostalgia aquellos días en los que iba a la venta de pescado en Fuenterrabía y encontraba el suelo lleno de cajas de merluzas de lomos brillantes. “Ahora, si tienes suerte, encuentras 20 unidades. El pescado sigue siendo extraordinario, pero si buscas determinados ejemplares te tienes que ir más lejos”.

La cocina, asegura, “empieza por la compra”, y sus propuestas no traicionan la despensa local. Las recetas están depuradas; los escogidísimos acompañantes dan brillo al protagonista principal. El menú degustación homenajea a la costa vasca con el royal de nécoras y erizos al aroma de hinojo, puro mar en el paladar; o la cigala asada, gelée de jengibre y un delicado ravioli de su coral. Una soberbia vieira asada acompañada de vinagreta de cítricos y endibia caramelizada da paso uno de los platos más brillantes en su sencillez: el huevo escalfado, patata, jamón y trufa, con un caldo de jamón memorable.

El arroz cremoso con chipirones es una especialidad de la casa que Hilario ha actualizado con el paso del tiempo, ganando en sutileza y cremosidad. El lenguado asado y la paloma al romero muestran su destreza con los puntos de cocción y los postres, ambos frutales –frutas en gelatina de vino tinto a la menta; cristal de piña, vainilla y pomelo rosa– evocan juegos de infancia y días de sol.

El turno finaliza. Hilario y Eusebio, como cada día, comparten una Pagoa (la cerveza artesana que elaboran sus hermanos Joxe Ángel y Joxe Mari), apoyados en la barra de Zuberoa. Ahora toca mirar hacia el futuro. “Nunca me viene a la cabeza que esto se vaya a acabar. Me encuentro bien física y mentalmente, estoy a gusto con lo que hago, y sigo teniendo ilusión. Cuando te ha costado tanto arrancar algo, se vuelve tan tuyo que puede más el corazón que cualquier otra razón. No lo quieres dejar nunca”.

Aún hay tiempo para hablar del entorno. “La cocina vasca no es buena porque estén los cocineros con estrellas sino porque también existen los asadores, los bares de pintxos, las sidrerías, las sociedades gastronómicas. Y cómo no, las cocinas particulares”. Su ruta pasa invariablemente por la casa de su amigo Martín Berasategui, donde celebra su cumpleaños. Destaca la innovación y la técnica de Pedro Subijana; “además, su restaurante es precioso”. Es frecuente verlo en el asador Elkano en Getaria; en Ibai (en San Sebastián) de su amigo Alicio Garro, “una cocina de producto y una mano estupenda”; o en Rekondo, “de toda la vida”. Los pinxtos, en los donostiarras Gambara, Martínez y Bergara.

¿Cómo le gustaría que fuera recordada su cocina? le pregunto al despedirnos. “Como una experiencia para el recuerdo, para el disfrute. Que provoque felicidad y sonrisas”. Al día siguiente, ya de vuelta a Madrid recibí una llamada suya. “Oye –me dijo con esa campechanería– que cuando me preguntaste por los restaurantes que me gustan, incluye por delante de todos el de mi hermano Joxe Mari, que es un fenómeno”. Tuve que prometerle que no me olvidaría. “Entonces me quedo tranquilo”. Como si este hombre bueno pudiera ponerse nervioso.