La Raya portuguesa

Por el camino

Autor: Alfredo G. Reyes
Fecha Publicación Revista: 01 de mayo de 2017
Fecha Publicación Web: 03 de mayo de 2017

El viaje comienza en Elvas, que recibe festiva, rodeada de fuertes abaluartados y con restos de una desafiante muralla en la que, en sus fosos, hoy crecen los naranjos. Se impone detenerse en las hermosísimas “capelas del Viacrucis de la Irmandade das Chagas”, que en el entramado de calles y plazas aparecen delicadas azulejerías representando la Pasión de Cristo.

En el Convento das Freias, junto a los muros manuelino-barrocos de la “antiga Sé”, impresiona la apoteosis de azulejos que pintan y reflejan la luz alentejana. Y es que La Raya es un territorio luminoso de sol y cal, de piedras que emergen misteriosas en forma de poderosos menhires, como los de Bulhoa u Outeiro que cita el poeta Poeta Miguel Torga: “Falo sagrado... Alada tesura de granito que da terra emprenhada, emprenhas o infinito”. Más arriba, acariciando el cielo, la belleza almenada de Monsaraz emergiendo como un faro de piedra y cal sobre el mar interior de Alqueva.

Don Dinis en la memoria 

Más allá de los viñedos y de los alfares de San Pedro de Corval, Évora. Aquí el viaje se antoja eterno al contemplar las milenarias piedras que legó Roma: Évora Liberalitas Iulia, que muestra en todo su esplendor en el Templo de Diana, la sarracena de Ibm Wazir, la del gran rey Don Dinis, la de la sobrecogedora Capela dos Ossos, la del Acueducto de Água de Prata. No muy lejos, Estremoz, al que ya alcanza la mirada desde la sobrecogedora arquitectura del Castelo de Evoramonte. Se viaja en paralelo a las vías, ahora dormidas, por las que transitó en su último viaje el buen rey Don Carlo antes de caer asesinado en el Terreiro do Paço lisboeta.

A ambos lados del camino, oliveras y vides y de repente, sobre un promontorio, Estremoz con la majestuosa fortaleza-palacio donde Don Dinis de Portugal vivió su gran historia de amor con Doña Isabel de Aragón, Rainha Isabel de Portugal, Santa Isabel.

En La Raya se cruzan muchas historias que parecen dormidas y que el viajero curioso puede recomponer en el mercado de cachivaches que cada sábado tiene lugar en Rossio Marquês de Pombal.

Dejando atrás las laberínticas callejuelas de Estremoz se sale de nuevo a los caminos alentejanos, que ahora transcurren entre los ricos viñedos de Borba, de vinos poderosos que maduran en esféricas tinas de ladrillo y cal; también en las tinajas de barro de las viejas tascas donde a diario los hombres se reúnen tras el trabajo en las viñas o en las pedreiras, tascas a las que tanto complacía visitar el Rey Don Carlo desde su palacio de Vila Viçosa, y en medio, de regreso a palacio, cuentan que gustaba de detener sus pasos en Valmonte y aquí entregarse al misterio de sus vinhos abafados que tanto le embriagaban en las noches luminosas del Alentejo.

Valmonte, el viejo eremitorio, también como refugio del desasosiego de Florbela Espanca. Sí aún hoy parece atronar la voz desesperada de la poetisa: “Tudo é vaidade neste mundo vão…”. Voz que parece multiplicarse en las profundidades de las pedreiras de mármol cercanas y que en sus abismos se nos antojan catedrales invertidas. Sería de estas pedreiras alentejanas de donde saldría la noble materia que engendraría la belleza de Emerita Augusta, la de Liberalitas Iulia, también el mármol blanco para la noche eterna de los sarcófagos de las Estaciones del Monte de Azinheira, en Reguengos de Monsaraz, o los de la luminosa fachada manierista del Paço ducal de Vila Viçosa.

Las quimeras del agua 

Tras el vértigo del mármol, de sus catedrales invertidas, el viaje mira al norte, al Alentejo que se precipita sobre el gran Tajo, el que soñara el Rey Felipe II como el gran camino de Castilla hacia la mar atlántica.

A esa visionaria empresa dedicarían esfuerzo y conocimiento hombres como Juan Bautista Antonelli, Juan Villanueva (que naufragaría en las fuertes corrientes del Tajo en su abrazo a Toledo) y Agustín Marco-Artur, que sería el único en completar tan extraordinario viaje entre Aranjuez y Lisboa, así como su regreso, para el que se ayudó de remos y caminos de sirga de los que ya solo queda la memoria narrada por algún pescador de Malpica do Tejo.

El  padre Tejo, el mismo por el que aún bogan en su eterno viaje anguilas y lampreas hasta ser detenidas por el muro de hormigón de la presa de Fratel, que se eleva como un cantil infranqueable sobre el cauce del río vigilado por la poderosa fortaleza de Belver.

El río marca la línea divisoria entre el Alentejo y la Beira. El viajero se deja conquistar por los amables paisajes alentejanos salpicados de elegantes quintas donde los ocres y el añil ponen puntos de color y donde pastan piaras de cochinos, vacadas y los hermosísimos caballos lusitanos; Monforte, cerca Alter do Chão, es cuna y origen de las mejores yeguadas lusitanas.

Del alto Alentejo a la Beira Baixa

San Mamede, Serra a mãe d´água, que llora una veces mirando al Guadiana en los manantiales del Xévora y otras dejando caer sus lágrimas hacia la Raia del Sever y hacia la Rivera de Nisa. Y aquí, en Nisa, los bravos y poderosos quesos de cabra que nacen perfumados de retamas y espinos de los riberos que preñan al Tejo de aguas cristalinas. Se cruza el gran río por Vila Velha de Ródão, se asciende entre frutales hacia las planicies de la Beira y sus arquitecturas de granito, donde nos recibe Castelo Branco, con sus bordados chinescos y su Jardín Barroco, donde los reyes españoles que gobernaron en Portugal, los llamados intrusos, están representados desde el enanismo, mostrando con ello el enorme desprecio de los lusos por unos reyes que nunca sintieron suyos.

Pero Castelo Branco no es una ciudad detenida en su pasado, es una ciudad donde la vanguardia se hace visible en construcciones como la del Centro de Cultura Contemporánea del arquitecto Josep Mateo. Desde aquí, desde la ciudad episcopal, de nuevo la poderosa llamada de Roma, Idanha Velha. Aparece entre centenarios olivos, protegida y rodeada por su milenaria muralla de enormes sillares de granito, que guarda en su interior un orgulloso castillo templario junto a la magia de su basílica visigoda, hasta la que llegan los aromas del pan cociéndose en el horno comunitario de la villa.

Por los caminos de Ibn Marwan

Hacia el este, hacia “el nacer do sol”, y mirando al norte de nuevo, el vino, los viñedos de Portalegre, de Alegrete, que crecen abrigados en los hermosos y ondulantes paisajes de la Serra de San Mamede. La sierra como centinela de burgos y juderías en Marvão y Castelo de Vide, paradas obligadas en este viaje alentejano.

Marvão se alza vigoroso sobre las fragosidades de San Mamede, y se nos muestra en callejuelas sinuosas a las que se asoman blancas casitas y solemnes construcciones conventuales como el convento de Nossa Senhora da Estrela. En lo más alto, la fortaleza de Ibn Marwan, desde donde la mirada alcanza las nevadas cumbres de la Serra da Estrela o las planicies cacereñas.

A tiro de piedra, Castelo de Vide y su poderosa fortaleza que se abraza a un burgo de casitas de piedra seca. Piedras también en las portadas góticas de su judería y mármol blanco en la porticada Fonte da Vila de la que brotan aguas que curan “doenças de pele e anemias”. Junto a la Iglesia de Nossa Senhora da Devesa, los cafés y las tascas, y las gentes que disfrutan al aire libre con la poderosa presencia de la Serra de San Mamede arropando caseríos y antiguas memorias de piedra, y  junto a ellas, la vegetal memoria de Saramago, que un día viajó por estas sinuosas estradas.

De esos días, su Viagem a Portugal: “Alameda Formosa de robustos e altos troncos, se um se achar que sois um perigo para o trânsito de altas velocidades de nosso tempo, oxalá vos não deitem abaixo e vão construir a estrada mais longe. Tal vez um dia gente de gerações futuras venha aquí interrogar-se sobre as razões destas duas filas de árvores tão regulares, tão a direito (…) seja ela, para o mistério da alameda inesperada, encontrada aquí”.

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