Platos con letra
El jamón que tan bien salaba Dulcinea
Autor: Serafín Quero
Fecha Publicación Revista: 01 de mayo de 2016
Fecha Publicación Web: 03 de junio de 2016
Revista nº 481

Sus cabellos son oro, su frente campos elíseos, sus cejas arcos del cielo, sus ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios corales, perlas sus dientes, alabastro su cuello, mármol su pecho, marfil sus manos, su blancura nieve, y las partes que a la vista humana encubrió la honestidad son tales, según yo pienso y entiendo, que sólo la discreta consideración puede encarecerlas y no compararlas” Tal era Dulcinea del Toboso, según Don Quijote, la perfecta encarnación del ideal femenino del Siglo de Oro. La realidad, en cambio, era bien diferente. Así la retrata Sancho Panza: “bien la conozco y al decir que tira tan bien una barra como el más forzudo zagal de todo el pueblo. Vive el Dador que es moza de chapa, hecha y derecha, y de pelo en pecho”. También salaba puercos, tarea que realizaba como nadie.
-”Está, como he dicho, aquí en el margen escrito esto: “Esta Dulcinea del Toboso, tantas veces en esta historia referida, dicen que tuvo la mejor mano para salar puercos que otra mujer de toda la Mancha”.
El jamón figura en varios pasajes de la obra cervantina. En la merienda que Sancho Panza comparte con un grupo de extranjeros, aparecen, junto al caviar, unos “huesos mondos de jamón, que si no se dejaban mascar, no defendían el ser chupados”. En El casamiento engañoso el licenciado Peralta le ofrece a su amigo Campuzano jamón de Rute para la convalecencia, jamón que también encontramos en La gran sultana.Y en El coloquio de los perros un extranjero sólo llevaba en sus calzas cincuenta escudos y “un pedazo de jamón famoso”.
Ya entonces era famosa la sierra de Aracena por su jamón, como muestran los versos de Lope de Vega en su Epístola al Contador Gaspar de Barrionuevo:
Jamón presuto de español marrano
de la sierra famosa de Aracena,
adonde huyó del mundo Arias Montano.
Jamón presuto era el jamón al que previamente se le ha secado la humedad, es decir, curado, del término latino presuctus, participio de un verbo compuesto de sugo. Hasta finales del siglo XV a la pata de cerdo se le llamaba pernil y esta pata curada se conocía como “pernil presuto”, pero al tomarse en préstamo el término jamón del francés jambon, aunque en un principio se dijo jamón presuto, después se hizo innecesaria la adjetivación y se utilizó sólo la palabra jamón. Curiosamente en otras lenguas románicas se optó por suprimir el sustantivo, y así quedó en italiano prosciutto y en portugués presunto.
No fue Cervantes ajeno a la presencia del jamón en la mesa de su tiempo, ese jamón que tan bien salaba Dulcinea, ni a su función como cédula de cristiano viejo. Tampoco lo era Quevedo que denunciaba la ascendencia judía de Góngora con estos despiadados versos:
Yo te untaré mis obras con tocino
para que no me las muerdas, Gongorilla,
perro de los ingenios de Castilla,
docto en pullas cual mozo de camino.
Góngora reprochó a Quevedo su afición por el vino, afición que compartía con Lope de Vega:
Hoy hacen amistad nueva
más por Baco que por Febo,
Don Francisco de Que-bebo
Y Lope Félix de Beba.
Siglos más tarde sería mucho más amable la relación que el poeta cubano Nicolás Guillén mantuvo con Rafael Alberti, a raíz de un jamón. Guillén agradeció a Alberti su ayuda y acogida, al llegar a Buenos Aires, regalándole un jamón, que le entregó con el siguiente soneto:
Este chancho jamón, casi ternera,
Anca descomunal, a verte vino
y a darte un romántico tocino
gloria del frigorífico y salmuera.
Quiera Dios, quiera Dios, quiera Dios, quiera
Dios, Rafael, que no nos falte el vino,
pues para lubricar el intestino,
cuando hay jamón, el vino es de primera.
Mas si el vino faltara y el porcino
manjar comerlo en seco urgente fuera,
adelante, comámoslo sin vino,
que en una situación tan lastimera,
como dijo un filósofo indochino,
aun sin vino, el jamón es de primera.
Rafael Alberti se lo agradeció con otro soneto y le propone comerlo con huevos y patatas fritas:
Hay vino, Nicolás, y por si fuera
poco para esta nalga de porcino,
con champaña que del cielo vino
hay los huevos que el chancho no tuviera.
Y con los huevos, lo que más quisiera
tan buen jamón de tan carnal cochino:
las papas fritas, un manjar divino
que a los huevos les viene de primera.
Hay mucho más, el diente agudo y fino
que hincarlo ansiosamente en él espera
con huevo y papa, con champaña y vino.
Mas si la cosa al fin no sucediera,
no tendría, cual dijo un vate chino,
la más mínima gracia puñetera.
No olvida Cervantes el pan ni el queso. Medio pan y medio queso pide Sancho, al abandonar la isla. Ni la pepitoria, que años más tarde sería el plato preferido de Isabel II, una pepitoria en reina o una reina en pepitoria, según Gómez de la Serna. En el prólogo de sus Novelas ejemplares dice que el lector no podrá hacer en ellas pepitoria, “porque no tienen ni pies ni cabeza, ni entrañas ni cosa que se le parezca”. Y si en la dieta de Don Quijote figura el palomino, su escudero Sancho prefiere la pularda, entonces llamada polla. Preguntó Sancho en una venta que qué tenían para darles de cenar y el huésped le contestó que pidiese lo que quisiese: “pues mande el señor huésped –dijo Sancho–, asar una polla que sea tierna”.
Cuando las cosas se llamaban por su nombre, la actual pularda, del francés poularde, siempre fue la polla o pollita. Y así figura en la literatura y en la gastronomía. En el sainete El petimetre (1770) de Ramón de la Cruz el personaje Zoilo cuenta que comió en una casa de Madrid y en la mesa había “un fricasé, una compota / y una o dos pollas asadas”. La marquesa de Parabere en La cocina completa (1933) habla con naturalidad de “una hermosa polla de buena raza, cebada en exceso, condenada a una inmovilidad casi absoluta en una habitación oscura”. Y Galdós también utiliza la misma voz en el capítulo XVI de La corte de Carlos IV.
Los barquillos se encuentran igualmente en El Quijote. El médico Pedro Recio le aconseja a Sancho comer suplicaciones y carne de membrillo en lugar de vaca, cabra o cecina: “Mas lo que yo sé que ha de comer el señor gobernador ahora para conservar su salud y corroborarla es un ciento de canutillos de suplicaciones y unas tajadicas subtiles de carne de membrillo que le asienten el estómago y le ayuden a la digestión”. Las suplicaciones eran canutillos que pasaron a llamarse barquillos. Sancho Panza, deslumbrado en las Bodas de Camacho, “todo lo miraba y todo lo contemplaba, y de todo se aficionaba. Primero le cautivaron y rindieron el deseo las ollas, de quien tomaría de bonísima gana un mediano puchero; luego le aficionaron la voluntad los zaques, y últimamente las frutas de sartén”. Nada escapa a la atenta mirada de Cervantes, que derrama sobre los platos de su época su visión observadora y nos descubre la sabiduría popular que encierran.