Bélgica gastronómico
Mucho más que cerveza
Autor: Mònica Faro
Autor Imágenes: Mònica Faro, E. Danhier, Dirk van Hove
Fecha Publicación Revista: 01 de mayo de 2019
Fecha Publicación Web: 04 de junio de 2019

Un proverbio recogido en uno los libros de la elogiada chef flamenca Ruth Van Waerebeek define el pragmatismo del belga, víctima de tantas invasiones y ocupaciones foráneas a lo largo de la historia: “Mientras haya pan en la mesa, hay esperanza”. Otro dicho popular reivindica que, puestos a comer tres veces al día, por qué no hacer siempre un festín de ello.
Las primeras referencias culinarias de este país, nacido hace menos de dos siglos, se remontan a los escritos de Philippe Édouard Cauderlier. Su primer libro, “Economía culinaria” (1861), populariza el modus vivendi de la burguesía belga del XIX, descubriendo sus copiosos banquetes, ricos en patés, aves, caza y productos caros y refinados, como los quesos o la pastelería. Cauderlier, claro está, bebía también de la rica tradición francesa.
Hoy Bélgica es el país con más estrellas Michelin por habitante. El famoso vol-au-vent de origen francés es infinitamente más popular en sus mesas que en el Hexágono. Y ningún otro país del mundo puede presumir de los más de 800 tipos de cerveza que producen sus 178 brasseries.
Los Países Bajos españoles
Bruselas es la capital de Europa, pero en ella, fuera del ritmo frenético de los ejecutivos europeos, todo transcurre despacio. Uno puede perderse los domingos en los mercados de Flagey o Place Jourdan, donde también están dos de las míticas friteries de la capital. Angela Merkel suele escaparse en las cumbres europeas a la Maison Antoine a por uno de estos icónicos cucuruchos por los que se forman largas colas a cualquier hora del día, incluso de madrugada.
La patata llegó a Bélgica gracias al explorador español Gonzalo Jiménez de Quesada. Buscando El Dorado en Colombia encontró este cultivo y lo llevó a España en 1537. Poco después se convertiría en un alimento esencial para el hospital de la Sangre de Sevilla. Bélgica atribuye el origen de la ‘frite’ a otra española, Teresa de Ávila, quien creía en las propiedades curativas de este tubérculo que ya entonces se freía en aceite de oliva. Corrían tiempos de los Países Bajos españoles, pero fue un italiano residente en su convento quien llevó este cultivo a Centroeuropa.
Dos siglos después, ya constituido el reino de Bélgica, nacía la primera friterie con el rudimentario mecanismo de un carro impulsado por un perro, con una cacerola y carbón de leña. A partir de 1869 empezaron a popularizarse los quioscos de patatas fritas, con la indiscutible doble fritura belga: según manda la tradición, una primera a 160 grados (en aceite vegetal), y una segunda a 180 grados, en grasa de vaca, que otorga el característico sabor a manteca. A día de hoy hay en Bélgica unas 5.000 friterías. Las frites son además ingrediente principal de un clásico del mar del Norte, los mejillones con patatas.
Donde triunfan los gofres
Uno de los mayores templos de la gastronomía belga, el restaurante Comme Chez Soi, nació en 1926 como una humilde friterie. En sus casi cien años de vida ha conquistado a los Rolling Stones, Woody Allen o Leonardo di Caprio. También han comido allí los reyes Juan Carlos y Sofía. Cuarta generación de chefs, Lionel Rigolet custodia intactas sus dos estrellas Michelin desde 2006, con un trabajo enfocado en el producto del terroir belga, trabajadas salsas, y una de las cavas más cotizadas de la capital: 24.000 botellas desde 40 a los 17.650 euros de su Petrus Pomerol Millésime de 1961.
No hay que olvidar que la cocina de este país está llena de influencias francesas, germánicas y holandesas. Los belgas saben disfrutar del buen comer y también de raciones abundantes. Es el país de la carbonade flamande o el stoemp saucisse. Un pueblo que aprecia las sopas copiosas, los platos de caza, los quesos, las croquetas de camarones y un calórico dulce como el gofre. Este impregna sus calles de un olor irresistible, que divide a los adeptos del gofre de Bruselas, más grande y ligero, o el de Lieja, más compacto. El gusto por ambos no es incompatible.
Sin duda, la gran aliada de las frites (y de los moules frites) es la cerveza. En las plazas populares es habitual que los bares autoricen la entrada de los cucuruchos para atraer al público en sus mesas y garantizar que al menos pidan un par de rondas. Entre los condimentos más populares, la salsa “andaluza” -curiosamente desconocida en España- a base de tomate y con un toque picante.
El paraíso de la cerveza
Más allá de las cervecerías, en Bélgica hay unas 200 fábricas que producen 1.500 variedades, un valor que la Unesco reconoció en su lista de patrimonio inmaterial en 2016. En territorio belga también se encuentra la mayor barra del mundo, con una longitud de 170 metros, situada en el Oude Markt de Lovaina. Un sector que contribuye a la economía con 4.000 millones de euros y emplea a más de 50.000 trabajadores. La mayoría de su producción (66 %), sin embargo, va al extranjero.
Los belgas clasifican sus cervezas por tipos de fermentación. Una de las más populares es la lambic, cuya característica es la fermentación espontánea, de noche y al aire libre, sin levadura adicional. Tradición centenaria que nace para amortizar el grano de las cosechas en invierno. Un ejemplo es la clásica kriek, a base de cerezas, que sirve de ingrediente a un gran número de platos como el conejo a la kriek.
Hay además otros tres tipos de fermentación: la alta (ale), la mixta, propia de las tostadas, y la baja o lager, característica de la pilsner. Sin olvidarnos de la tradición monacal: solo hay siete monasterios en el mundo que producen esta bebida, la cerveza trapense. Seis de ellos están en Bélgica.
Sabores del mar del Norte
Bélgica es también el mar del Norte. Una costa que esconde un producto muy apreciado: el camarón o crevette grise (gamba gris). También la Unesco reconoció en 2013 una tradición casi olvidada, la pesca de camarones a caballo, que solo practican hoy 15 pescadores en la pequeña localidad de Oostduinkerke. Su ayuntamiento programa demostraciones públicas para dar a conocer este arte en extinción y la degustación del minúsculo crustáceo, ingrediente fundamental de las croquetas belgas.
La complicada climatología de esta costa, con frecuentes tormentas, hace difícil salir a faenar sin poner en peligro a los caballos. Este arte pesquero solo puede practicarse a marea baja. La industrialización tampoco ha ayudado a los artesanos, pero la pasión de unos pocos mantiene la actividad e incluso, por ahora, el relevo generacional.
La nota dulce
La gastronomía belga tiene un exquisito universo dulce, gobernado por sus refinados chocolates, que merecen un capítulo aparte. Quien haga parada en Bélgica no puede irse sin una caja de Spéculoos, la galleta especiada con canela, nuez moscada, jengibre, clavo, cardamomo y pimienta, que sirve también de ingrediente para helados, tartas y bombones.
Un clásico ineludible en el que se impone la mano de obra de la Maison D’Andoy, maestros del spéculoos desde hace 180 años, donde pueden comprarse a granel en todas sus formas, incluso en grandes tablas al corte.