Vin nature
Con "b" de bueno
Autor: Óscar Caballero
Fecha Publicación Revista: 28 de septiembre de 2012
Fecha Publicación Web: 05 de febrero de 2016
Revista nº 438

Aquitania es la tercera región de Francia en superficie agrícola orgánica –300 explotaciones con certificado AB (logo de agricultura orgánica) y otras 400 en conversión–, pero con escasos grandes vinos. Un pionero indiscutible: en el 2006, Château Fonroque Grand Cru Classé de Saint Emilion. Cuatro años después, Alfred Tesseron transformó su emblemático Château Pontet Canet, 81 hectáreas de un 5º Cru Classé de Pauillac adquiridas en 1975, en biodinámico, sistema en el que Romanée Conti en Borgoña, Huet en Vouvray, Fleury en Champagne, son pioneros. Y Château Guiraud, sauternes, 1er Grand Cru Classé puso el AB en la etiqueta del 2011.
Fonroque es, por cierto, uno de los vinos prestigiosos –Josmeyer y Zind Humbrecht (Alsace), Canon Saint Michel y Falfas (Burdeos), Leflaive (Borgoña), Fleury, Bedel y Frank Pascal (Champagne), La Pinte (Jura), Olivier Pithon (Languedoc), Alphonse Mellot, François Chidaine, Huet, Roches Neuves (Loire), Romanin (Provence), Chapoutier, Villeneuve (Rhône)... –, que participarán, el 5 de noviembre, en París, en la cata de Byodivin, sindicato de viñateros en cultivo biodinámico.
Creado en 1995, con 73 viñateros asociados, sólo acepta propiedades “totalmente cultivadas en biodinámica” o “comprometidas a finalizar en tres años su conversión”. La aplicación de los términos del compromiso, endurecidos en 1998, la controla Ecocert, entidad independiente. Y el certificado vale sólo un año.
Precisamente, año importante este 2012. Si la Comisión Europea empezó por vetar el término vino orgánico –sólo aceptaba “elaborado con uvas de cultivo biológico”– fue precisamente para incitar a los viñateros a definir la vinificación orgánica.
Poderoso caballero es don dinero: Estados Unidos, que ya tiene reglas (Organic Wines), vetaba la importación de ambiguos bio europeos. En dos semanas, fumata: habrá orgánicos europeos con añada 2012.
“Compromiso sin ambiciones; herramienta sin filosofía”, menospreció Les Vignerons Indépendant de France. Y se preguntaba “¿qué garantías tiene el consumidor de que aquel vino sea distinto al de una vinificación convencional”. A su vez, “alterviñateros” de Loir-et-Cher, bajo la etiquete Les Vins du Coin (los vinos de aquí) y la divisa “vinos honestos y bebibles”, aseguraban que de tan tolerante, la reglamentación europea parecía “cortada a la medida de la gran distribución, que almacena grandes cantidades de botellas de pie y al calor del neón y por lo tanto pide sulfitos en abundancia”.
Sin marcha atrás
Antoine Gerbelle, catador de la Revue du Vin de France, prefería pedir que “el vino reencuentre los rasgos de la tierra en donde crece la uva, porque el terruño marca la diferencia entre un vino bueno y un gran vino. Ciertos agrónomos argumentan que no está demostrado. Yo, en cambio, lo constato a diario”.
Y, hombre sensato, predecía: “en 30 años nadie hablará de orgánico, porque el retorno a un trabajo equilibrado del suelo es ineludible. Por lo menos para hacer un gran vino”.
Sobre todo en Francia. Myriam Huet, enóloga y escritora, recuerda que “desde los 1960 Francia generalizó el uso de herbicidas y otros productos químicos, esencialmente para facilitar el trabajo y disminuir costes”.
Resultado: “hoy, en Francia, el viñedo representa 30% del empleo de pesticidas, por un 2% del territorio agrícola. Más aún: el vino francés, un 17% de la superficie vitícola mundial, gasta la mitad de los productos de tratamiento del planeta”.
Pedagoga, Huet define las posibilidades alternativas.
“A grandes rasgos, agricultura razonada es la que justifica el adjetivo: pretende hacer uso razonable de la química, en las dosis y en el compromiso de tratar la viña sólo cuando es imprescindible. La calificación impone una centena de cortapisas. Y aunque su conjunto parezca subjetivo, al aplicarlas el empleo de química disminuye en un tercio. Organismos como Terra Vitis exigen además el respeto del medio: dejar crecer la hierba en la viña para combatir la erosión del suelo; mantener setos y cunetas para proteger fauna y flora...
“La orgánica tiene reglamentación europea desde 1991 para el cultivo de la uva, con la prohibición de fungicidas, pesticidas –“para salvaguardar la biodiversidad del suelo, cuya fauna le permite evolucionar, transformarse, regenerarse...”–, fertilizantes. Además de productos de origen natural –cobre, azufre, algas marinas... – para combatir insectos, recurre a técnicas modernas de lucha biológica: confusión sexual –pastillas de feromonas sexuales hembras– contra los gusanos del racimo; depredadores de las arañas roja y amarilla...
La flamante vinificación orgánica, por su parte, autoriza unos 15 aditivos, en lugar de la cuarentena permitida por la vinificación convencional. Pero con menores dosis máximas. Y la prohibición de OGM.
“El objetivo de la agricultura biológica –explica Huet– no es alimentar a la planta sino preservar la actividad biológica del suelo –composiciones verdes a base de trébol o centeno, plantadas entre dos hileras y enterradas por el labrador o bien minerales, fósforo a partir de huesos en polvo, calcáreo natural para el calcio, oligoelementos... – y por ende su fertilidad.
“Al cabo de tres años de conversión se obtiene el certificado Ecocert (bio), Biodyvin o Demeter (también de agricultura biodinámica). El logo AB, en cambio, es facultativo. Considerada como una rama de la agricultura orgánica, en fin, la biodinámica va más allá, hasta coquetear con la filosofía, la metafísica y las derivaciones sectarias según sus críticos. Exige una buena dosis de fe”.
Seguridad y suelos limpios
O no: cada vez son más los viticultores rendidos a la evidencia de que, con biodinámica, el suelo parece despertar. Aplican aquello de los fantasmas gallegos, que haberlos haylos. Tampoco es obligatorio comulgar con los fundamentos espirituales del método biodinámico –el misal de Rudolf Steiner, a partir de cuatro conferencias pronunciadas en 1924– para seguir a monumentos del vino –unas 200 propiedades importantes, ya, en el mundo– en un sistema de trabajo que por lo general da vinos de asombrosa vitalidad. Y con ese acento que todo entendido conoce aunque la palabra sea vaga: mineralidad.
Bendición final: el diario económico más prestigioso de Francia, Les Echos, titulaba “Boom del vino bio” un artículo con cifras del 2010 (50.116 hectáreas de 3.898 productores, más de la mitad entre Provenza y Languedoc-Rousillon) situaban un 6% del viñedo francés en bio, tercero en ese sentido en Europa, detrás de España, líder con sus 57.232 hectáreas, y de Italia, 52.273. Y delante de los Estados Unidos (11.448) o China, 2.424 hectáreas.
“Más importante aún –concluía–, el sector ganó un 8% en valor en un año, hasta los 322 millones de euros: un 10% del conjunto de los productos orgánicos de Francia”.
Y, tras subrayar que justamente es en el sur de Francia que se reúne Millésime Bio, salón mundial del vino de agricultura orgánica, la crítica y escritora Laure Gasparotto señaló, en Le Monde, que “en un período de crisis como el que vivimos, el consumidor pide más que nunca seguridad. Y el vino bio le parece más de fiar que el convencional”.
Ni tanto ni tan poco. Junto a las grandes etiquetas y nombres (Michel Chapoutier, el consultante Stéphane Derenoncourt, Pierre Morey o Jean-Claude Rateau en Borgoña), un gran hombre del vino del Ródano, Alain Graillot, patriarca del Crozes Hermitage, ingeniero de formación y ex vendedor de productos fitosanitarios, rechaza toda etiqueta, lo que no impide que desde hace un cuarto de siglo sus 20 hectáreas de syrah se abstengan de insecticidas y herbicidas. Porque “un suelo bien labrado sufre cien veces menos erosión que otro sometido a quimioterapia”.
¿El sentido común habrá dejado de ser, por lo menos en el sector vinícola, el menos común de los sentidos?