Pueblos blancos de Cádiz
Tierra adentro
Autor: Pacho Castilla, Lorena Codes
Fecha Publicación Revista: 01 de septiembre de 2018
Fecha Publicación Web: 04 de octubre de 2018
Hay en las fronteras de la provincia de Cádiz una aduana invisible que separa la rutina de la consciencia, el estar del ser, los días y el tiempo. Al pisar suelo gaditano, el viajero firma un pacto con el reloj, y entrega ambiciones a cambio de quimeras.
Las prisas se guardan para más tarde ante el latido certero de la vida contemplativa. Esta sensación de habitar la vida es más clara si cabe en la Sierra Norte de Cádiz, donde una veintena de pueblos blancos se arremolinan en estampas imposibles en el triángulo que conforman Olvera, Ubrique y Arcos de la Frontera, con Grazalema en el centro. El pasado de Al-Andalus resuena aún en sus calles empinadas, sus fortalezas y también en sus topónimos y… su gastronomía.
La puerta de entrada a la ruta de los pueblos blancos es un arco o, más bien, un conjunto de ellos. Asomada al río Guadalete desde un cerro amurallado, Arcos de la Frontera presume de un entramado de callejuelas inmaculadas que enseñorean un pasado glorioso de iglesias imponentes e ilustres palacios con solera.
Sólo la alegría y el carácter acogedor de sus vecinos rivalizan con este patrimonio, tal y como certifican tabernas como Jóvenes Flamencos. Entre el tipismo de sus paredes, uno puede degustar el ‘abajo’, una especie de tortilla de pan, sin huevo y con pimientos. En un modo más relajado, para continuar por el Camino de Bornos, La Parrilla de Regantío propone una carta actual, pero con sabores de siempre.
Esta invitación a complacer a los sentidos tiene otro de los puntos cardinales en las antiguas haciendas y cortijos de la comarca. Ocurre en El Santiscal, que brinda el placer de la naturaleza sin condimentos y unas estupendas vistas al pantano de Bornos, además de ofrecer referencias locales en su restaurante El Señorío Gourmet, donde destaca su carta “para vegetarianos”, que hace gala de un gran acervo sobre gastronomía mediterránea.
La poesía de la vida en suspenso se deja sentir en todo su esplendor en pequeños municipios con el encanto de Espera, cuyo nombre anuncia ya la necesidad de entregar como mínimo una jornada a la visita de este pueblo que posee dos de los yacimientos arqueológicos más importantes de la provincia: las Ruinas de Carisa y el Castillo de Fatetar.
Antes, es preciso coger fuerzas con uno de sus desayunos más típicos: molletes con aceite del Molino de Espera, una enseña respaldada por cinco generaciones de almazareros y ubicada en un edificio del siglo XVIII. El oro líquido de los pueblos blancos posee su propia denominación de origen, ‘Sierra de Cádiz’, que engloba la producción de Algodonales, Olvera, El Gastor, Setenil de las Bodegas, Puerto Serrano, Alcalá del Valle, Torre Alháquime y Zahara de la Sierra, junto a otros municipios de la provincia.
Aquí son famosos sus guisos de tagarninas y las sopas de espárragos, una tradición culinaria que se extiende por otros pueblos como Algar, donde también son muy solicitados los platos de caza. En la Venta El Pantano, situada en el Embalse de los Hurones, se pueden probar algunas de estas carnes, así como sus típicos chicharrones. Antes de marchar de Algar, conviene apreciar los restos del acueducto romano más largo de Hispania, el que conducía a Cádiz.
Frontera entre dos Parques Naturales
No muy lejos se encuentra la localidad de Ubrique, conocida internacionalmente por su marroquinería, cuya tradición se remonta al siglo XVII. En sus talleres recalan firmas como Loewe, Dior o Givenchy. Entre cultura, compras y naturaleza, se hace necesario un paréntesis gastronómico para disfrutar de algunas de las delicias de esta sierra, como las croquetas de espárragos trigueros del restaurante La Herradura, donde destaca el tratamiento de la carne de Retinto.
El trabajo de marroquinería es también uno de los principales motores económicos en pueblos como El Bosque, que cuenta con el río truchero más meridional de Europa. La trucha es, pues, una de las reinas de su cocina, junto a platos populares, como la sopa de tomate, de espárragos y de ajos, y el famoso ‘frangollo’, una especie de gachas hechas con harina de maíz. En este recorrido del trabajo artesanal con piel, se incluyen Benaocaz, Prado del Rey y Villaluenga del Rosario (conocido, este último, por sus quesos artesanos de cabra payoyo, una de las delicias esenciales de este itinerario).
Pero no es el único producto de excelencia que proporciona la ganadería de la zona. En pleno Parque Natural, Grazalema es famosa también por sus mantas elaboradas a mano con pura lana de oveja. Su bosque de pinsapos constituye, además, una reliquia vegetal del periodo terciario que no se puede dejar de recorrer.
Después de una ruta de senderismo, apetece, sin duda, continuar el recorrido culinario. La disputa está entre tomar unas tapas en La Maroma, o relajarse delante de una mesa, ya en calma, en alguno de los restaurantes que sacan brillo al producto local. En el gastrobar Contrastes se puede probar uno de los mejores potajes de garbanzos con setas de la zona, mientras que la sopa de Grazalema tiene en el restaurante El Torreón uno de sus referentes, al igual que en Cádiz El Chico, que destaca por la pierna de cordero recental al horno y su deliciosa tarta de bellotas.
Coqueta playa de interior
En la mirada lejana se alza el ‘skyline’ de Zahara de la Sierra, un municipio escoltado por un embalse de aguas turquesas y coronado por una torre el s. XllI. El entorno natural, sin embargo, devuelve de nuevo la idea de que el gran espectáculo no lo ha obrado el hombre. Tomarse un cous cous en el restaurante Al Lago mientras se van escondiendo los últimos rayos de sol tras el pantano es una de las recomendaciones que los lugareños no dejan de señalar.
Compitiendo con Zahara en su herencia andalusí, la cercana Olvera fue declarada conjunto histórico-artístico en 1983. Es recomendable volver aquí al arte del tapeo, haciendo escala en la bodeguita Mi Pueblo. Su propietario, Paco Medina, no sólo ha publicado un libro llamado ‘La Tapa Antigua’, sino que habitualmente realiza jornadas para recuperar platos con historia.
En el plano dulce, en toda la comarca, Villamartín, Puerto Serrano, Algodonales, y también en Olvera se conservan recetas milenarias de repostería, como los suspiros (merengues), gañotes (canutos fritos de masa de almendra y canela), borrachitos de cabello de ángel, gachas dulces y otras propuestas centenarias traen al paladar la memoria de sabores casi extintos.
Un lugar para repensar la vida
Seguramente, el lugar perfecto para situar el eje de este tramo final al interior de la vida es La Donaira. Perdida en un monte, entre El Gastor y Montecorto, este resort de espíritu eco lleva la filosofía bio hasta el más mínimo detalle y en su cocina se elaboran platos con productos locales de temporada recogidos de la propia finca.
Desde este puerto base, se puede visitar Torre Alháquime, donde probar un buen cocido torreño u “olla traqueá”, como se la conoce porque se traslada andando desde el pueblo hasta el campo. O a Alcalá del Valle, donde José Aguilera, del Mesón Sabor Andaluz, conquista con sus recetas elaboradas a base de espárragos y alcachofas.
Todavía se guarda la ruta un as en la manga: Setenil de las Bodegas. Sus casas cuevas en las “calles del sol” y “calles de la sombra” son el abrigo perfecto para practi-car de nuevo el rito del tapeo. Una chacina exquisita y el famoso gazpachuelo son dos de sus grandes atractivos culinarios.
Después de esta veintena de destellos, cuesta arrancarse la idea imposible de otro estilo de vida, eso que se ha dado en llamar “slow life” y que al parecer lo inventaron los gaditanos hace ya más de tres mil años. Esta burbuja de calma, encalada de silencios y entregada a los placeres sencillos, se queda ahí intacta, con su herencia de mil pueblos, esperando para conquistar de nuevo a todo aquel que esté dispuesto a entregarse a la autenticidad.