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En temporada

El chipirón y el erotismo

Autor: Pepe Barrena
Fecha Publicación Web: 30 de agosto de 2017

Nunca he creído en el poder afrodisíaco de los alimentos y menos en esas recetas embaucadoras que proponen en sus enunciados “orgías”, “picnics de concubinas”, “estimulantes infatigables” u “oleadas de placer”. Aunque los autores de tales susurros me lo juren por el Kama Sutra, sigo pensando que estos trucos, más que despertar los deseos, lo único que provocan es el incremento del saldo de sus cuentas corrientes.

Por el contrario, sí acepto que la seducción puede comenzar en la cocina; lo mismo que en el trastero, en el garaje, en el cuarto de estar, subiendo o bajando en un ascensor o cruzando miradas inesperadas que adquieren alto voltaje en cualquier antro público. Se fragüe donde se fragüe la situación, lo que convendrán conmigo es que lo libidinoso requiere un strip-tease lento y acompasado, que prácticamente se inicie con el desnudo de una sonrisa pícara e incitante como preludio de otros desprendimientos.

Limpios pero sin pasarse

Y a cuento de qué viene esta perorata, se preguntarán, si hay que hablar de cómo disfrutar de uno de esos bocados con que nos regala el mar cada verano e inicios de otoño. Tranquilos, que todo tiene su explicación. El chipirón, por ejemplo, es un caso ejemplar de cómo la alta cocina puede ser pornográfica y no erótica, terrenos en apariencia cercanos pero en realidad distantes y opuestos.

Me explico: si usted, al igual que este cronista, es de los que piensa que ir directos y en pelota picada al asunto amatorio es impúdico, obsceno, casi escabroso y en el fondo deshonesto, estará de acuerdo en que a este delicado manjar de la familia de los calamares le sienta mejor un vestido sugerente, un cierto desaliño, una piel acariciada por seda jaspeada. Estos ropajes, como ocurre con los amoríos, son necesarios para alargar la atracción, para navegar por las aguas de la sensualidad.

Dicho de otro forma y descifrando a la primera mi postura acerca del eterno dilema gastronómico entre los partidarios de la limpieza exhaustiva del preciado cefalópodo y los que con un simple aseo obtienen las mejores sensaciones, yo me quedo con estos últimos. Es más, copiando casi literalmente el ingenioso título de la divertidísima novela de Pablo Tusset “Lo mejor que le puede pasar a un croissant” me atrevo a afirmar que lo mejor que le puede pasar a un chipirón de potera, a un magano cántabro o a un jibión de guadañeta –todos, con su léxico deslumbrante, son asuntos de alto copete culinario– es que los dejen tranquilos en los fogones de diseño, pues solo así podrán mostrar sus excelencias.

Cuando menos es más

Con el chipirón, especialmente, quiere la historia y la sabiduría popular mantener ahora una lucha titánica con la modernidad. Es género demasiado apetitoso para realizar filigranas pero también para dejar constancia de su poderío en guisos, marmitas y en sencillos pero sublimes salteados.

El paladar se le pone a uno cachondo al recordar los chipirones “afogaos” que sirven, o al menos servían, por tierras del Principado astur en Casa Gerardo y que no tienen más misterio que su frescura radiante y un paso por la cazuela tapada para que se “ahoguen”, previa retirada de la pluma o cálamo que da nombre a la especie y parte de la tripa; pero, eso sí, manteniendo la piel moteada para inundar el plato de sabor y color.

Es una fórmula antológica que hace honor al formidable tratamiento de pescados y mariscos que siempre han oficiado los Morán y que a uno le recuerda el también formidable plato de pulpitos enanos salteados en aceite de oliva que en los albores del invierno sirven en el Hispania las hermanas Reixach. Evocaciones memorables también para los maganos cántabros de primeros de septiembre que, brevemente pasados por la sartén, exhalan esencias marineras gloriosas fusionadas con esos hilos de aceite de oliva y gotas de tinta que son de mareo.

Son éstas recetas imperecederas que combinan la rusticidad, la contundencia, con la sencillez y nobleza de unas elaboraciones sin pretensiones, que están a años luz, como la pornografía y el erotismo, de tantas petulantes y supuestas obras de arte protagonizadas por insípidos chipironcitos blancos que parecen de porcelana cuando no “papeles de fumar” que se convierten en lasañas, raviolis, velos y bolas.

La fuerza del aliño

Paradójicamente, han sido los cocineros vascos los que más han tensado la cuerda de la cocina del chipirón. De contar en su recetario tradicional con dos platos que forman parte ineludible de su religión coquinaria, como son los chipirones en su tinta y los encebollados tipo “Pelayo”, han pasado a derrochar ingenio y osadías a partes iguales. En el flanco intermedio, racional y bien meditado, se sitúa la actualización de las recetas clásicas separando los lentos estofados de la salsa negra o de la confitura de cebolla caramelizada de la puesta en escena del chipirón, cuya carne ya no se ofrece blanda por efecto de la cocción prolongada sino bien tersa y vibrante gracias a un mero toque de calor.

En el extremo que acota momentáneamente la imaginación y la fantasía, y pese a esa omnipresente desnudez comentada, la colección de hallazgos es respetable: los chipirones con patatas y borrajas del Rodero de Pamplona, una de las creaciones más impactantes del genio familiar Koldo poniendo cada cosa en su sitio con una técnica deslumbrante; o el inolvidable potaje de chipirones con bogavante y caldo de garbanzos que el gran Hilario Arbelaitz ofició hace años en el Zuberoa inaugurando la tendencia de presentar el caldo o jugo de nuestro protagonista como elemento casi principal del plato; o esa obra maestra de la interpretación o versión de un clásico surgida de la mente privilegiada de Andoni Luis Aduriz en el Mugaritz, con su gel marinero de pan y chipirón que dejó atónitos a los Adrià en su momento.

Y podríamos seguir con magníficas ideas que uno ha catado en su deambular por las mesas de medio mundo, como chipirones marinados con sopa de liliáceas, alguna cromática brunoise del calamar empapada de aceites anisados que lo realzan, en “trampantojo” de tallarines con crema de maíz y tinta o las “geometrías” (el círculo del chipirón, el chipirón como estrella, chipirón al cuadrado) que durante tres o cuatro temporadas aplicó Arzak a uno de sus bocados favoritos haciendo filigranas con los cortes y aliños pero manteniendo intactas las propiedades del begi haundi (el chipirón de tamaño y ojos grandes).

Mejor solos que mal acompañados

En el otro extremo, el del atrevimiento que revierte en herejía, surgen con el chipirón apareamientos para mí incomprensibles, como el de las frutas tropicales o, sobre todo, el de los lácteos, con los quesos de lujo a la cabeza (Gorgonzola, Roncal, Idiazábal y especialmente Parmesano), manía ésta que alguien impuso entre los chefs modernísimos a finales del siglo pasado y que como era de esperar ha pasado al olvido por su insensatez o falta de aprecio de la clientela. Pecados veniales, de todas formas, que no interrumpen la espera anual de la llegada del estío y con ello la pasarela de estos diamantes marinos.

¿Vestidos o desnudos? ¿Limpios o apenas frotados? Una sugerencia: los buenos catadores de los placeres amorosos eran, al mismo tiempo, gastrónomos entendidos y aficionados a levantar no solo las faldas de las damas sino las tapaderas de las ollas. La coquetería, casi siempre, es más incendiaria.

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