Materia prima

El buey, del mito al timo

Autor: Pepe Barrena
Fecha Publicación Revista: 01 de octubre de 2017
Fecha Publicación Web: 13 de diciembre de 2017

Comencemos por lo que ya casi no queda, la honradez de ciertos hosteleros y chefs ofertando en sus cartas auténtica carne de buey. Son apasionados, en todos los sentidos, de estos animales míticos y le­gendarios que aún pastan por los prados de nuestra geografía y que antaño les valió gozar de una casi completa inmunidad por su contribución a la riqueza y el sustento económico de las familias rurales. Me re­fiero, entre otros, a personajes como José Gordón, los hermanos García Álvarez o Juan Mari Gaztañaga.

El primero asegura desde su restaurante y finca de cría El Capricho* (Jiménez de Jamuz, en León) que cuando hay que sacri­ficar uno de sus ejemplares llora como un niño; luego, cuando su carne está a punto de cámara, la asa con magisterio a la brasa. Es tan especial que a la peregrinación cons­tante a este sitio de carretera de gourmets de todo el mundo se suman los elogios de medios tan poderosos e influyentes como Times, Vogue o The Guardian que han declarado su carne como la mejor del universo.

Los hermanos García Álvarez también cuidan con mimo y música celestial, saxo incluido, su manada de bueyes en el pueblo segoviano de Carbonero El Mayor; en su restaurante El Riscal se honran de presen­tar la chicha fileteada, no en chuleta, para saborear plácidamente la fabulosa terneza y sabor de las piezas.

De lo más natural

Por último nos queda el cocinero vasco del Larrañaga de Sondika, con sede también en el BEC de Bilbao, famoso por hacerse casi siempre con los mejores bueyes autóctonos en las subastas. Uno de ellos, que recuerda primorosamente este cronista, fue el “Ru­bio”, un animalito que no era precisamente un “serrote”, esos bueyes flacuchos que se matan antes de tiempo y cuyas carnes desabridas pululan por las mesas, sino un ejemplar de 1.300 kilos de peso que en canal se quedó en la tonelada.

Como carac­terística decir, que Juan Mari opta por ofi­ciar sus descomunales chuletones de buey a la plancha pues mantiene la teoría de que la carne encima de la chapa de carbón (20 minutos a fuego constante es su media para estos calibres con el salado previo) no aporta sabores extraños y conserva su naturalidad frente a los irremediables to­ques ahumados de las brasas. Son, en fin, diferentes estilos y hechuras de restaura­dores que tienen en común el respeto por el buey genuino.

Carne de atletas

Un respeto que no se guarda en muchísi­mos restaurantes a tan laborioso animal. Desde el rabo hasta la papada los hoste­leros aseguran que todo es buey; unos, la mayoría, predican que es gallego; otros que son de las nobles familias pirenaicas, frisonas, moruchas o vedellas; y supongo que hay quien atestigua que lo que pone en el plato es parte de aquellos bueyes de pelo rojizo que frecuentaban la playa de la Malvarrosa valenciana tirando de las barcas para dejarlas varadas en la arena en una postal digna de un lienzo de Soro­lla.

La cruda realidad es otra: pasan como bueyes las “machorras”, vacas sin hijos engordadas y cebadas, e incluso terneros convenientemente ilustrados con el se­ductor término de la vejez ¡Vaya morro el de estos insensatos! Con su permanente engaño a la clientela están deshonrando al animal que se sacrificaba el día anterior a los juegos de Olimpia, que servía de dieta a los atletas. Sabiendo que es tan escaso y raro de encontrar como un ciclista sin dopa­je, un famoso sin manager o una top model maciza ¿por qué mentir? Más les valdría seguir la estela de sus colegas americanos (del Norte y del Sur) que han elevado a los altares del prestigio lo que llaman steer, el novillo castrado de dos años también cono­cido como “dientes de leche” o, por qué no, crear expectativas al comensal augurando que el futuro del añorado buey no es tan trágico como se supone.

Los míticos wagyus

El buey, aunque parezca una contradic­ción a estas alturas, puede recuperar su hegemonía confirmando que es una raza de ida y vuelta. A ello están contribuyendo poderosamente dos situaciones incuestio­nables. Una deriva de nuestra irremediable pasión por los pecados de la carne y la otra, más mundana o cosmopolita, se atiene a la cada día más pujante tendencia a las extravagancias. Valgan como ejemplo la profusión de restaurantes especializados y tiendas delicatessen que ya matizan en las cartas o en los paneles de oferta la riqueza cárnica del globo. Pero si hubiera que elegir entre la oferta foránea, sin duda el rey de los últimos años en cuestiones bovinas es el wagyu, para muchos el Himalaya de la especie, animal del que se confunde con frecuencia casi todo, por ejemplo al deno­minarlo Kobe. Vamos a aclararlo: Wagyu significa literalmente ganado (gyu) japonés (wa), e identifica a la generalidad de las razas existentes en Japón.

Dentro de las razas wagyu cabe distinguir dos tipos de animales, el negro y el rojo, entre los cuales subyacen varias líneas con unas caracterís­ticas especiales. Las líneas de wagyu negro son las más abundantes y también las que mayor grado de calidad de carne producen. Las procedentes de las prefecturas o zonas de Hyogo, Sendai, Tajima o Kobe son con­sideradas las mejores. Muy pocos son los ejemplares que están destinados a engro­sar esta lista privilegiada que alcanza el gra­do de fabulosa con la carne de Matsutsaka, en la circunscripción de Nagoya, obtenida de wagyus negros con pedigrí y de la que un kilo de chuleta oscila por los 2.500-3.000 dólares.

De estos peculiares vacunos es de los que surge el mito de su cría “con el amor y delicadeza que sólo un oriental puede poner en su trabajo” (en palabras de Néstor Luján), encerrados en el establo y masajea­dos por los campesinos convenientemente mientras se atiborran parte del año de una alimentación regada con cerveza caliente. Su carne roja, infinitamente infiltrada y con sabor ligeramente dulzón, se funde en la boca como la mantequilla.

¿Reliquias gastronómicas?

Podríamos seguir con más razas de relum­brón con las que sueña el carnívoro ilustra­do, como el buey pastuense de los valles del Esla zamoranos, la fusionada Brangus –cruce del Aberdeen Angus y el asiático Brahma–, o la francesa lemosina de la zona de La Chalosse. Más importante es compro­bar que no todas las carnes de buey valen para las mismas cazuelas o parrillas. Recor­demos que los norteamericanos cocinan las piezas más nobles sin sal gorda o que res­triegan el plato caliente en el que se sirven con mantequilla. Peor es lo de los hombres que depositan las viandas en infernales barros, vajilla que cuece y desnaturaliza, o los que guisan un rabo tan ilustre con ver­duritas y vino deshilachando y apagando sus carnes inmensamente gelatinosas.

Son interrogantes como el de si los bueyes son una causa perdida o una reliquia gastronó­mica; o si los ejemplares foráneos que lla­man a la puerta calmarán nuestro apetito. Ante la duda recordemos aquellos tiempos en que los propietarios de tan imponentes animales los cuidaban como miembros más de la familia o los paseaban por el campo, o por los bulevares en carrozas triunfales, con el orgullo de quien poseía un tesoro que mostrar.

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