Château Margaux
Historia en dos continentes
Autor: Óscar Caballero
Fecha Publicación Revista: 01 de junio de 2016
Fecha Publicación Web: 05 de julio de 2016

En 1787, en su viaje por Burdeos, Thomas Jefferson, embajador y futuro presidente de los Estados Unidos, apasionado por la viticultura, se anticipa en su cuaderno a la clasificación bordelesa de 1855: Châteaux Margaux encabeza su selección de “los crus de primera calidad”.
Dos siglos de Margaux y la era Mentzelopoulos
El 17 de agosto de 1835, el banquero español Alejandro Aguado paga 1.300.000 francos (según el momento del siglo, multiplicar por tres o por siete para convertir en euros) por Margaux. El palacete, construido en 1815, es llamado Versalles del Médoc. Aguado mejora el interiorismo. Veinte años después, la luego inamovible Clasificación de 1855 hace de Margaux uno de los apenas cuatro premiers grands crus. En 1879, sus herederos venden por una suma cinco veces mayor. Mala suerte para el comprador: la filoxera diezma el viñedo. A modo de consuelo crea el segundo vino, Pavillon rouge.
Otros dos propietarios se suceden. En 1954, tardía, nace la DO Margaux. Château Margaux se convierte, así, en la única propiedad bordelesa que lleva el nombre de su DO. Pero como hasta la década del setenta Burdeos sufre, André Mentzelopoulos, inmigrante griego enriquecido con la cadena de tiendas Félix Potin, compra en 1977 un Château Margaux en declive. Invierte masivamente. Muere tres años más tarde, sin probar su primer millésime.
Su hija Corinne, a sus menos de treinta años, toma el testigo. Y revoluciona el Médoc. Es la primera propiedad que recurre a un consultante, el gran Émile Peynaud, inventor del flyingwinemaker, drena suelos, emplea barricas nuevas, excava espectacular bodega subterránea, la primera en el Médoc. En 1990, Corinne Mentzelopoulos se asocia con Giovanni Agnelli, quien compra el 75% de la propiedad. Pero en 2003, tras la muerte del patriarca de Turin, vuelve a ser única propietaria (se habla de 350 millones de euros por la transacción).
Aunque repite su mantra humilde (“Margaux no es mío; yo pertenezco a Margaux”) y se dice repartida entre su sangre griega, su contacto con los Estados Unidos y su arraigo en el Médoc, Burdeos y los profesionales del vino la respetan.
Paul Pontallier, alma enológica de Margaux
El 28 de marzo pasado, el duelo involucró a casi todo el mundo del vino: Paul Pontallier murió, a sus 59 años, a una semana de los primeurs, esa cita con la prensa y los profesionales en la que fue la voz de Margaux durante tres décadas.
Peynaud aconsejó su contratación en 1983. El joven bordelés, de familia de viticultores, graduado en el Instituto Nacional de Agronomía de París, especializado en viticultura y enología en Talence (una referencia), donde se doctoró con una investigación sobre la influencia de la crianza en barrica sobre los vinos tintos, cumplió su servicio militar en Chile. Allí creó en 1984 una propiedad vinícola que mantuvo, en trío más tarde con sus amigos Bruno Prats y Ghislain de Montgolfier, antiguos propietarios de Cos d’Estournel y de Bollinger.
En 1990, Pontallier ya es director general de Margaux. Diez años después crea el departamento de I+D. Y desde 2009 colaboró con Lord Norman Foster para que el nuevo espacio de vinificación fuera perfecto.
Su palabra, sus conocimientos, pero también su modestia y simpatía eran oro en polvo en los primeurs, esas citas en las que sólo participan 250 de los diez mil dominios de la región. Y apenas media centena concita el interés mayoritario. Entre esos privilegiados, Margaux destacaba por su calidad: una muy reciente degustación de la Revue du Vin de France, realizada en Barcelona, le dió el primer lugar entre los mejores.
El Puente Aguado no es un chiste sino un homenaje
Evry, a 25 kilómetros de París, tiene bulevard, parvulario y autoescuela en honor de Aguado, su vecino y alcalde (en el siglo XX, entre 2001 y 2012, ostentó el cargo el barcelonés Manuel Valls, hoy primer ministro de Francia). Y si el puente de Evry, sobre el Sena, lleva su nombre, es porque lo financió. Sevillano, hijo del segundo conde de Montelirios, nació en 1784. Benjamín, a pesar de los dineros de la familia en 1799 es cadete y con 21 años, zafarrancho de combate. Se bate contra los franceses hasta que el mariscal Soult ocupa Sevilla. Entonces, cambia de bando. Coronel del regimiento de Lanceros Españoles –algo así como la División Azul más tarde– lucha en Albufera y es nombrado comandante militar del Condado de Niebla. Cuando la omelette se da vuelta y se transforma en tortilla española, huye a Francia.
Deja el ejército y, con ayuda de Soult y/o de su madre, quien le envía dinero y también productos andaluces para que los represente, y gracias a la especulación en Bolsa, labra su fortuna. Ultramarinos primero, la Banca luego y el gesto de financiar el Empréstito Real Español, que nadie quería, hacen de Aguado el hombre más rico de Francia. Y bisagra vital para España que le otorga en 1929 el marquesado de las Marismas del Guadalquivir.
Mecenas de la Opera, de Rossini –ya propietario de Margaux, le financia una obra con ese título–, reúne una impresionante colección de 360 pinturas, en la que Velázquez, Murillo, Ribera o Zurbarán, se codean con Rafael y da Vinci, Rubens y Rembrandt. En 1842, cuando visita sus minas de Asturias, una apoplejía lo mata en Gijón.
A cada artículo le llega su San Martín
Un libro (Alejandro Aguado, militar, banquero, mecenas) publicado en 2007 en Madrid por el periodista Armando Rubén Puente, argentino radicado en España, no es sólo la investigación más completa sobre Aguado sino también la primera que revela los detalles de su amistad con el libertador José de San Martín, exiliado en Francia.
Un destino común para estos dos compañeros de Logia y de armas. San Martín se batió hasta 1812 por España. Luego, con el bagaje de casi 20 años de batallas, creó el ejército que desmembraría el imperio en América. En 1832, un San Martín enfermo y sin recursos, es auxiliado en París por Aguado. Son masones. Y Aguado admira al héroe. “Su destino (el de San Martín), según sus propias palabras –escribió Bartolomé Mitre, militar y presidente argentino–, era morir en un hospital. Un amigo, el opulento banquero Aguado, le salvó la vida sacándolo de la miseria. Le hizo adquirir la pequeña residencia de campo de Grand Bourg, a orillas del Sena ...”.
Aguado lo convierte en su apoderado y tutor de sus hijos. Además, lo integra en su entorno cultural: por su casa pasa todo lo que cuenta en la vida artística y literaria de París. Y en su testamento no sólo le deja sus joyas y condecoraciones; también lo hace albacea. “Mi suerte se halla mejorada –escribe San Martín en 1842– debida al amigo que acabo de perder, al señor Aguado, el que, aun después de su muerte, ha querido demostrarme los sentimientos de la sincera amistad que me profesaba, poniéndome a cubierto de la indigencia”.
Aguado confiaba en la honestidad de su amigo, quien convierte en dinero (mucho: hoy serían cerca de 500 millones), en beneficio de la familia, las posesiones, incluidos los cuadros, hoy colgados en distintos museos. En 1848, cuando estalla en París la revolución, San Martín parte con su hija a Boulogne-sur-Mer. Los recibe una epidemia de cólera. La contraen y el médico que les cura se convierte en su yerno. Margaux será todavía, y hasta 1879, propiedad española. Aunque Aguado tenga calle y monumento en Buenos Aires. Y sus restos descansen en el Père Lachaise de París.