Restaurante El Real Balneario de Salinas
La catedral del mar
Autor: Eufrasio Sánchez
Autor Imágenes: Pedro Reguera
Fecha Publicación Revista: 01 de marzo de 2010
Fecha Publicación Web: 22 de enero de 2016
Revista nº 407

La playa de Salinas viene atrayendo la atención de miles de veraneantes desde finales del siglo XIX. El Real Balneario, cimentado a pie de playa y levantado en el amplio paseo marítimo con una espectacular panorámica, ocupa un antiguo chalé de aliento Belle Epoque que fuera inaugurado por el rey Alfonso XIII en 1916 para dar servicio a los usuarios de la casa de baños de aguas marinas, convirtiéndose en el centro predilecto de la alta sociedad.
En este ambiente de lujo esplendoroso y aire decadente, en esta cápsula del tiempo impregnada de salitre y yodo, decidió Miguel Loya soltarse de la mano de su padre Félix (Hostal San Félix de Avilés) hace cerca de veinte años (en contra de lo que dice la canción, veinte años es mucho) para continuar la larga y prestigiosa trayectoria de la saga familiar en el campo de la restauración, a la que se sumarían sus hijos Javier e Isaac, orgullosos todos de latir con la misma sangre.
Pero la existencia del Real Balneario no podría ser bien entendida sin antes remontarse al origen de la dinastía. La que nos lleva al amigo Félix, el abuelo, el pater familias, todo un personaje de leyenda hecho a sí mismo y forjado con la piel, la carne, los sentidos y el ingenio, que emprende un largo camino de mucha necesidad y grandes dificultades, para remontarlo con intenso trabajo e infinito tesón que serviría como germen seminal, como principio del que procede lo que en su desarrollo acabaría siendo esta “catedral del mar” que es el Real Balneario.
Félix Loya, siendo muy joven, casi un niño partió, hace ya muchas décadas, desde su tierra natal vallisoletana para arribar en Madrid y graduarse de asturiano –obteniendo el pasaporte que más tarde le remitiera a la localidad de Avilés–, en la embajada que Asturias instaló en la capital de España, con sede en el ya mítico Casa Mingo, histórico restaurante y sidrería que ahí está viendo pasar el tiempo, donde trazó sus primeros pasos desde pinche. Entonces, su estatura aún no le daba para llegar a la barra ni su brazo apenas sujetaba la botella para escanciar la sidra. Más tarde en el ejército, en el destacamento de Jaca, fue destinado a cocinas, donde cada día tenía que obrar el milagro de los panes y los peces para dar de comer a una regimiento de varios batallones; a más de mil soldados. Con el macuto cargado de ilusiones funda el San Félix en Avilés y, con el pasar de los años, su buen hacer y el boom de la siderurgia prospera, convirtiéndose en un clásico de clásica cocina y alcanza el mayor de los prestigios dentro de la hostelería del Principado.
Para hacerse con los mejores ejemplares de mariscos y pescados, presto siempre a ofrecer su bonhomía y sapiencia al servicio de la satisfacción de cualquier demanda, no regatea ningún esfuerzo. Él mismo, montado en su vieja y tórpida bicicleta recorre las pesquerías de la cornisa asturiana. Hasta más de cien kilómetros pedalea para ir a buscar algún descomunal rodaballo o los más frescos besugos de Cudillero, Luarca y Puerto de Vega. De regreso pone al límite sus fuerzas tirando temblorosamente de la pesada carga.
Pisando fuerte
De tal palo no podría salir mejor astilla. En el 67 (ya llovió) comienza Miguel su andadura en el negocio familiar asido a la pernera del pantalón de su padre y se inicia en la profesión pasando por la sala, la cocina y la recepción. Pronto su trabajo alcanzaría notoriedad. La cocina asturiana viaja con él en jornadas e intercambios a Galicia, Castilla y León, Madrid (varias veces), Levante, Andalucía y Portugal. Su trabajo en sala roza la perfección. Cercano, cortés, bien informado y libre de humos altaneros. Fue bautizado con mucho tino por mi colega y amigo José Manuel Vilabella con el sobrenombre de Miguel “El Sabio” por sus exquisitos modos de prudente conducta, fina psicología –que le permite acertar siempre con el cliente– y profunda sabiduría para llevar con pulso firme el timón de la nave en las procelosas aguas restaurantistas.
Después de que Javier decidiera continuar su campaña en solitario sitiando la ciudad de Oviedo y tomándola con la apertura de Deloya –la capital enseguida se rendiría a sus pies, o mejor a sus prodigiosas manos de cocinero–, emprendería similar conquista poniendo una pica en Gijón con Avant Garde Gastro, sumando nuevas victorias en su cruzada hostelera. Decía que, después de que Javier optara por extender el “Imperio Loya” sería Isaac, el benjamín, el que se encargaría de poner su talento y frescura en el Real Balneario, pivotando de la sala a la cocina con singular estilo, a cuerpo limpio, en silencio, sin la hojarasca de lo mediático, para ensamblar el sello de distinguido clasicismo que siempre ha identificado a esta institución de la gastronomía asturiana, con la incorporación de nuevos y modernos conceptos absolutamente contemporáneos. La vanguardia y la modernidad sin renunciar a sus raíces.
Isaac es un apasionado de la gastronomía que lo vio nacer; hecho en casa e impenitente viajero, visita los más destacados restaurantes de Europa como turista accidental y observador gastronómico con capacidad para absorber toda la información y conocimientos que arrastran las nuevas corrientes, tanto en el mundo vinícola (menuda bodega la suya, con todo un mundo de vinos) como en la ampliación de una depurada técnica en la cocina, pletórica de actualidad, aunque libre de artificios y cargada de mesura. La misma mesura de la que hace gala para conservar las recetas ya legendarias que le han servido de soporte en su evolución como la lubina al champagne “Félix Loya”, el rape a la armoricana con bogavante, el tocinillo de cielo con leche merengada y canela o el “Quirós”; un postre creación del abuelo en los años 60 que se montaba en vaso de tubo con bolas de helado de vainilla, güisqui, café y miel, que hizo escuela y aún hoy sigue vigente. El nombre se lo puso haciéndolo coincidir con el apellido de un concejal del Ayuntamiento de Gijón que frecuentaba el local con asiduidad en aquella época.
El respeto es mantenido a la hora de seleccionar para los ictiófagos de bolsillo holgado los más espectaculares percebes, quisquillas, bogavantes, langostas o centollos que parecen gente, procedentes de los oxigenados fondos marinos del Cantábrico. Tampoco regatea esfuerzos y sacrificios para rebuscar en las lonjas más recónditas del litoral las más llamativas piezas de pescado entre las que reina el virrey coronado con una atractiva piel roja en la que se embozan sus nacaradas e inmaculadas carnes. Ni siquiera pone en duda que el Real Balneario, al que los Reyes de España y su familia han honrado con más de una decena de visitas, ha de seguir ofreciendo su aristocrática copa de Beluga Imperial 000, las codiciadas anchoas de San Filippo, la prohibitiva rareza de las angulas de La Arena o la sopa de la mar con bogavante del Cantábrico al estilo de la provenzal Bouillabaisse, venida a más.
Fabes fritas
De todos modos, otra es la cocina de Isaac; la que brota del pulsar de su joven nervio activado e inquieto, y de la intensidad y energía de su fuerza creativa que se expresa en tentaciones delicadas y convincentes tal como los chips de fabes. Unas fabes crujientes, fritas en tempura que encierran toda la esencia de la fabada y que –sin frivolidad– sirven de divertida obertura, mientras desde los ventanales de la primorosa terraza se contempla el romper de las olas que dejan la superficie del mar taraceada de azul marino y vetas de espuma blanca, en tanto el surcar de los barcos se nos antoja desde la lejanía prendido al monorraíl de la línea del horizonte. Una auténtica bocanada de ese mismo mar es el bogavante sobre risotto de azafrán con galleta y velo de su jugo. Un latigazo de sabores que se baten en contrastes de texturas imposibles al tiempo que guardan la espalda y la jugosidad que destila el crustáceo en su brevísimo punto de cocción. “Porque mi padre y algunos comensales –reflexiona el cocinero– me hacen echar el freno en mis impulsos cañeros; sino mi cocina sería aún más transgresora. Aunque no dejo de ser consciente de donde estoy y de los gustos de nuestra clientela”. Sabe que un pájaro no puede volar sin aire, pero tampoco ignora que un restaurante no vuela si la cocina no conecta con el público. No quiere ser un héroe del fracaso. Al final toda crisis de público acaba en crisis de creación.
La búsqueda de la excelencia se ve satisfecha con el hallazgo de una merluza exultante que rezuma mar entre sus níveas lascas. Y más aún cuando la transición del teleósteo hacia un tartar de atún rojo (rojo vivo) presentando en copos que parecen coágulos mecidos en un lecho balsámico de soja, coincide con una tormenta portadora de lluvia que pone en función ante nuestra vista el espectáculo de colores del arco iris, sumiéndonos en un coma de placer. No faltan en la oferta deidades marinas como meros o salmonetes, aparte de los rapes, lubinas, merluzas, atunes y virreyes ya mencionados; todos ellos con el ojo y la mirada limpia, brillante y cristalina. Los que no llegan así no tienen entrada en el Balneario. También hay carnes –buenas carnes– aunque en el dibujo de la oferta predomina, como es lógico, el paisaje marítimo.
Isaac va y viene de la cocina y se entusiasma explicando las peculiaridades de los platos, de los ingredientes, del vino. Lo vive. Miguel no disimula su cariño ni su fraternal admiración. Se percibe una clara sinergia con total simbiosis entre los ámbitos que controlan ambos, sala y cocina. El padre como embajador del hijo ante la parroquia. Bonito, muy bonito.