Le Clarence

La joya del año

Autor: Óscar Caballero
Autor Imágenes: Domaine Clarence Dillon
Fecha Publicación Revista: 01 de octubre de 2016
Fecha Publicación Web: 24 de noviembre de 2016

“Cada día me felicito por la suerte que tengo”, sonríe Antoine Pétrus mientras deposita en la mesa sendas biblias. Una, de grandes vinos de Francia. “Todos los vinos de esta carta son de productores que visité, con los que hubo un acuerdo que va más allá del dinero”. La otra carta bastaría para hacer feliz a un enófilo del siglo XVII al XXI: exclusivamente vinos de la casa. Es decir, del Domaine Clarence Dillon.

El diálogo tiene lugar en uno de los comedores del palacete edificado en 1884 en esa avenue Roosevelt que en plena milla de oro admite chalets. Como el del vecino Lasserre, un clásico que Pétrus dirigió.

En total –señala el director y sumiller– más de mil referencias en sus cartas. Y unas 18.000 botellas. 

Precursor de los wine bars

El restaurante Le Clarence es la novedad parisina del año. Pero da esa impresión de toda la vida que sólo puede conseguir la pasión de un coleccionista. Jamás un decorador. Es la obra del príncipe Robert de Luxembourg, presidente de la propiedad familiar, el Domaine Clarence Dillon.

Es decir, Haut-Brion, la perla de Burdeos cuyo primer propietario, François-Auguste de Pontac, en 1666 y apoyado en el gusto del rey Charles II que servía su “Ho Bryan” en la mesa real, abrió la taberna chic Pontack’s Heads, con chef francés,  en los que hoy es la City de Londres, con su new french claret por bandera. La taberna, que duró 120 años, se anticipó en tres centurias a los wine bars.

En la carta de la casa hay varias páginas para  La Mission Haut-Brion; también  para Quintus, nuevo nombre de Tertre Dugay, grand cru classé de 15 ha de Saint-Emilion y del vecino L’Arrosée, 13 ha, adquiridos en 2011 y 2013. Y para la gama de los Clarendelle, el vino de marca “inspirado por Haut-Brion”.

Siempre con lazos gastronómicos  

Haut-Brion es la más larga relación de una etiqueta con la gastronomía. Talleyrand, aquel que respondió “cacerolas, Señor” a Napoleón, cuando el emperador le preguntó qué necesitaba para llevar la parte diplomática de su guerra, lo servía con la cocina de Carême. Thomas Jefferson lo consideró el mejor vino del mundo y Kennedy lo convirtió en el vino de gala de la Casa Blanca.

El príncipe preside la propiedad que los Pontac, dueños durante casi cuatro siglos, vendieron a su familia hace ahora 80 años. Por eso quiso celebrar el aniversario con la fundación de una embajada parisina. Durante cuatro años  fatigó rastros y ocupó a noventa artesanos. Hasta redondear Le Clarence. Un restaurante de lujo, pero un restaurante con alma. 

Quienes hayan sido recibidos en el Château Haut-Brion reconocerán el ambiente. Y ese lujo tranquilo que no subraya nada pero que lo tiene todo.

Otro lazo con la gastronomía: desde antes aún de comprar Haut-Brion (1935), Clarence Dillon poseía acciones del Plaza Athénée, por su restaurante.

Y porque le gustaba la cocina siguió los cursos del Cordon Bleu.

En Le Clarence, su descendiente sólo pretende “aplicar la consigna del Domaine: cultivar la tradición sin dejar de innovar”.

Lo curioso –lo inteligente– es que haya confiado en un chef y un director con ideas propias, claro que sobradamente preparados, para este restaurante.

El toque de distinción

Desde la fachada en la que un herrero de arte trazó a mano las letras de La Cave du Château, la elegante tienda de vinos de la planta baja, con los del Domaine y los grandes crus y espirituosos de Francia.

Un muro vegetal de camelias, una fuente y, pasado el portal, basta con alzar la vista para distinguir el único detalle moderno de la arquitectura: las cocinas en las que oficia el equipo del chef Christophe Pelé.

Pero es hora de atreverse con la escalera que lleva a los elegantes comedores del primer piso. Se puede continuar hasta la segunda planta, con su bar de estilo inglés, reservado a los clientes. Y el Grand Salon para saborear el digestivo y los salones para reuniones privadas. Dos con homenaje gastronómico: el Antonin Carême y el Auguste Escoffier. Y un salón Seymour Weller, por el primer presidente del Domaine Clarence Dillon. Naturalmente los salones esconden tecnología para presentaciones y comidas de empresa.

Los oficios de quienes realizaron las boiseries, las molduras, los parqués antiguos, la espléndida biblioteca, las mesas y sillones firmados por una empresa francesa del Patrimoine Vivant, se llaman en Francia métiers d’art: oficios de arte. El resultado lo ratifica. Pero sin estridencias. Con la misma discreción con la que Pétrus recibe y aconseja.

Armonía sala-cocina 

Pelé, 46 años, no tiene nada que ver con el futbolista brasileño pero en gastronomía, disfruta de un aura. Tras Ledoyen, Bristol, Pierre Gagnaire y Royal Monceau (donde trabajó con Bruno Cirino), abrió La Bigarrade y rápidamente obtuvo 2* Michelin. Sorpresa: en 2012, cuando todo París hablaba de él, decide marcharse “a coleccionar sabores por el mundo”.

Pétrus también viajó. El corresponsal lo cruzó en el velatorio de Juli Soler. Su paso por El Bulli, dice, fue para él una revelación.

En Francia, Pétrus fue designado sommelier del año en 2008. Y superó en 2011 el difícil examen de MOF, mejor obrero de Francia, en sala. Sumiller debutante  en Lasserre y confirmado en el Crillon. Y como Pelé, desapareció un día de los radares gastronómicos. Cada cual para preparar el dúo en Le Clarence. Armonía perfecta de sala y cocina. El chef se niega a imponer esa cursilería que impera en Francia, hoy, del plat signature (el plato de la firma) y/o el despótico menú obligatorio.

Un ejemplo de cena. Bogavante, jamón de cerdo negro de Bigorre y botarga de atún, con un Clarendelle blanco; un Puligny Montrachet Corvée des vignes, de JM Vincent (2009), compañía del rodaballo molinera, bígaros y jugo de acedera. El plato de carnes era osado: probablemente el único restaurante de alta gastronomía en Francia capaz de servir conejo. Espléndido, con alcachofas y parmesano.

Una copa de La Mission Haut Brion 1996 y otra de Haut-Brion 2007. Los quesos con un Château d’Arly, del Jura, y con los postres –clásicos revisitados como la dacquoise de vainilla o el carré de chocolate– la ratafía de Egly-Ouriet, cuyo champagne abrió la cena.

En cualquier caso, en una ciudad en la que restaurantes estrellados y hoteles palaces multiplican las mesas de alta gastronomía, Le Clarence aparece como su versión siglo XXI más lograda.

Precios y opciones

Los precios son más equilibrados que los de un tres estrella parisino, su seguro rango a medio plazo. Como los 525 € de la botella de Mission Haut-Brion 96. O los 110 € de la del champagne Jacquesson 738. Pétrus define su labor: “tengo que proponer los vinos que el cliente espera sin saberlo”.

Tampoco exageran con el ris de veau lacado a 50 €; ese pigeon en dos servicios a 75 €; o el menú de mediodía a 90 €. Para probar toda la gama del chef Pelé, un menú inspiración a 320 €. En verano estrenó un menú efímero (130 € en 4 servicios), que Pétrus propuso acordarlo con otros tantos servicios de vinos.

Descubrimiento de Clarendelle (4 copas de blanco, tinto, Monbazillac, 45 €). Nuestros segundos vinos (Les Plantiers de Haut-Brion, La Clarté de Haut-Brion, Le Dragon de Quintus, La Chapelle de La Mission Haut-Brion y Château Bahans Haut-Brion, 85 €). Los terruños franceses (cuatro grandes vinos “según los gustos del comensal”, 65 €) y Grands Terroirs (5 copas escogidas entre vinos de la casa y de grandes terruños, 145 €).

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