Lasserre
Cambio de siglo
Autor: Óscar Caballero
Autor Imágenes: Laserre
Fecha Publicación Revista: 01 de febrero de 2012
Fecha Publicación Web: 05 de febrero de 2016
Revista nº 430

En la carta de este invierno hay apartado Les Classiques, concesión al pasado, en ese chalet suizo, un ovni en la milla de oro de París. Y un museo de las artes de la mesa. El siglo XXI, que arrancó en Lasserre con la renovación culinaria introducida por el chef Jean-Louis Nomicos –hoy con restaurante propio, Les Tablettes– se confirma, en esta segunda década del siglo, gracias a Christophe Moret otro ex Ducasse boy.
Lasserre es un clásico en renovación perpetua. Por algo la primera guía de los inventores de la nouvelle cuisine, Henri Gault y Christian Millau, lo situó en los 1970 número uno de París. Allí nació, por ejemplo, la tarrina de pescado. Y se formaron futuros triestrellados: Lameloise, Boyer, Guy Savoy, Marc Haeberlin, Michel Rostang...
Cambio de siglo y de hombres. En el 2001, René Lasserre, cuatro años después de haber vendido la razón social, dejó su puesto de consejero. Pero el rumbo lo llevaba ya el inefable director Gérard Canfailla, para todo el mundo Monsieur Louis –René Lasserre, con su sentido teatral de la sala, rebautizaba–, en el restaurante desde 1965 (su hijo realizó un stage en el Jockey de Clodoaldo Cortés).
Louis decidió modernizar la cocina sin estrépito y recurrió, en 1997, a Michel Roth, un MOF –Mejor Obrero de Francia– y Bocuse d’Or. Roth actualizó el repertorio, pero en 2001 volvió al Ritz –allí había hecho toda su carrera– como chef.
Nomicos acababa de recuperar la estrella de La Grande Cascade e insufló un aire nuevo a la cocina de Lasserre. La evolución fue tan sutil, sin embargo, que una creación suya, los macarrones con trufas y foie-gras, un guiño a Rossini, figura este invierno en la lista de clásicos, junto a la barbada tratada como una blanquette de ternera, la liebre –filete apanado con pimienta y jengibre; paletilla en royale– y la infaltable canette salsa Rouennaise.
Y es que Moret, que no en vano se inició junto al gran Bruno Cirino–antaño chef de Royal Monceau, hogaño en Hostellerie Jérome, junto a Mónaco–, sabe lo que significa equilibrio de lo moderno con lo de siempre (que nunca lo es: las cocinas son limpias, hoy, los cocineros más cultos y sanos, los productos impecables a ese nivel, la grasa y la sal ponderadas y las cocciones cortas). La prueba: en 1998 asumió la cocina refrescante del primer Spoon pero en el 2004, cuando reemplazó a Jean-François Piège en el Plaza Athénée, supo preservar las 3*.
Al filo del verano, apenas instalado en las cocinas de Lasserre, Moret sirvió esta cena: royale de lechuga y caviar Golden con crema ligeramente alimonada; flor de calabacín rellena de una mousseline de lubina y trufa de verano; bogavante bretón con melocotón asado.
El plato clásico fue el pigeon André Malraux (deshuesado, para que el muy conversador personaje de la Guerra Civil y ministro de cultura de Francia gesticulara tranquilo) y un foie-gras de pato con morillas y salsa salmis. Y, tras los magníficos quesos del alsaciano Bernard Anthony, coulant de frambuesas y tradicional mil hojas Lasserre.
Historia de un visionario
René Lasserre hubiera cumplido 100 años en este 2012. Pero tuvo la mala idea de morir con 93. Vasco del Béarn, en 1924, en París, debuta en la restauración y en 1924 ya es chef de rang. Sus ahorros los invierte en cubiertos, mesas de servicio, copas: la base del museo viviente que será el restaurante a su nombre.
La Exposición Universal de 1937 olvida un chiringuito en la avenida Victor-Emmanuel III y en 1942, plena ocupación alemana, Lasserre se lo queda. En la sala, oficiales nazis, pero en la trastienda, cobijo, y manduca para el líder de la Resistencia y luego primer ministro, Jacques Chaban Delmas.
Por eso, liberado París y rebautizada Franklyn D. Roosevelt la avenida, el vasco tiene suficiente enchufe como para transformar la barraca en palacio. Cuenta, sobre todo, con ideas originales y propias: ese techo corredizo que hoy aún deja boquiabiertos a los clientes y mesas a distintos niveles, “para que todo el mundo tenga la impresión de haber obtenido la mejor”.
Sus 30 años los celebrará como propietario del inverosímil chalet por el que pasarían los grandes de este mundo –ahora casi todos ellos del otro–, el de las fiestas increíbles –un elefante subió al primer piso; palomas depositaban su mensaje, un abrigo de visón por ejemplo, en la mesa de la agraciada; perfumes declinados en plato medio siglo antes de los atrevimientos de Jordi Roca–, y el firmamento de otras estrellas, las de Michelin: 1949 la primera, 1951 la segunda y la tercera en 1962.
Esta revista que usted lee, o eso espero, también original, decidió dedicarle un gran artículo cuando le quitaron su tercera estrella (Club de Gourmets nº103, noviembre de 1984) sólo para demostrar, con la explicación de qué es y ha de ser un triestrellado, que Lasserre la seguía mereciendo.
A René Lasserre, un cliente le habló de aquel artículo; se lo hizo traducir y ungió, al corresponsal, socio de su exclusivo Club de la Casserole, fruto de un sentido innato de lo que no se llamaba marketing. Así, cada socio recibía su pequeña cazuela de plata, numerada –en los 1990 se contaban más de 15.000– y para las clientas Lasserre reservaba una versión de porcelana, de las que antes del final del siglo había distribuido más de medio millón.
Con el mismo criterio fundó Tradition et Qualité con sus pares Claude Terrail (La Tour d’Argent) y André Vrinat (Taillevent), al tiempo que representaba la nouvelle cuisine en esos bolos de los 1970 que la difundieron en medio mundo.
Un objetivo, siempre: “crear un restaurante distinto, único”. Fue así como Lasserre se convirtió en epicentro de la vida parisina: premios literarios como el Interallié, con casi medio siglo de residencia, mini representaciones teatrales, recitales de una noche. Detalle: septuagenario, René Lasserre cedió a las supuestas virtudes digestivas del bicarbonato –esa presencia habitual de las mesas españolas, que Camba fustigaba–; pero no lo diluía en agua sino en champagne.
Vuelta al presente
Este invierno, Moret dora las vieiras en la sartén, como cuadra, pero las escolta con tradicional Du Barry, especie de mini hachis parmentier con coliflor en el puré, la carne reemplazada por champignons de Paris, mejillones y camarones. Y todo ello envuelto en hojas de col.
A sus cigalas les basta un caldo jengibre/lima (blanqueadas, calentadas luego al vapor, pasadas por una juliana de cáscara de lima, verduras y mango en forma de canicas, también al vapor, cubierto todo por el caldo que incluyó caparazón y pinzas de la cigala).
Su sabroso rodaballo lleva guarnición de girolles y castañas al vin jaune. Y, a su vez, Moret revisita Rossini con un solomillo de buey de Salers escoltado por las imperecederas patatas soufflées.
Con Moret llegó a Lasserre la joven Claire Heitsler, chef pastelera del Ritz desde 2009, con vasta experiencia: formada en pastelerías, pasó luego por los restaurantes de Troisgros y Georges Blanc, emigró 3 años a Tokio –jefa pastelera del Beige de Ducasse/Chanel– y otros tres a Dubai.
En la carta de invierno, con idéntico sentido del equilibrio discreto, Heitsler asa una pera con membrillo y avellanas piamontesas, borda el sablé breton con pistachos y cítricos –frescos y micuits–, propone su pastelería de temporada... El inevitable chocolate lo resuelve con el soufflé y su helado de vainilla y un crujiente con frambuesas y ganache Manjari. A Los Clásicos, en fin, destina ese espectáculo de sala que son las crèpes Suzette, reservadas durante décadas a la destreza de Monsieur Henri.
Servicio de altura
Justamente, la sala: ese ballet del servicio en la hora punta y de jóvenes que aprenden el oficio junto a leyendas vivientes. Hoy, Monsieur Louis se ha retirado. El director desde 2010, Antoine Petrus, no ha cumplido aún los 28, pero tiene tablas suficientes, además de un apellido que obliga, porque fue sommelier antes que fraile.
De hecho, tras haberse consagrado mejor joven sumiller de Francia en 2007, el año pasado se convirtió en el más joven MOF de la sommellerie. Sin olvidar su colaboración con guías de vino: GaultMillau, Grand Larousse du Vin...
El corresponsal le conoció hacia 2002 –una mesa catalana en Lasserre: Isidro y su Montse, Toni Falgueras, Torralba (Amaya), Julià Cribelo (La Clara)...–, cuando ya Petrus asumía la responsabilidad de las 200.000 botellas, un tesoro guardado en un sótano secreto.
Más tarde le siguió en el Crillon: Petrus prefirió ser rabo de león, para pulir su oficio junto a ese fenómeno de la sumillería que es David Biraud (hoy en el Mandarin parisino).
Cuando Guillaume Crampon, director general de Lasserre, le propuso volver como director de sala, Antoine se llevó bajo el brazo a un joven valor del Crillon, el sumiller Pierre Vila Palleja, capaz de acompañar el menú veraniego descrito más arriba con esta sucesión: champagne Vergnon blanc de blancs Conversation; chablis Premier Cru Montée de Tonnerre 2006 Francois Raveneau; hermitage 2004 de Laurent Tardieu; Gevrey Chambertin Ostrea 2006 del Domaine Jean-Louis Trapet; Volnay Premier Cru Santenots 2003 de Nicolas Rossignol...
En un año, Petrus rejuveneció la sala sin modificar el estilo –lo vintage es tendencia– y, eco al trabajo de Moret y Heitsler, reorganizó la fabulosa bodega, sin alterar su característica: “los vinos deben ser estratosféricos, no su precio”.
17 avenue Franklin Roosevelt París |