Ostras
¡Esto es la ostra!
Autor: Pepe Barrena
Fecha Publicación Revista: 01 de diciembre de 2016
Fecha Publicación Web: 02 de febrero de 2017
La han llamado “trufa del mar”, “perla de los mariscos” y “marisco de las perlas”, la de los “bellos párpados” –expresión de antiquísimos gastrónomos refiriéndose a las que estaban bordeadas por un filete de color púrpura– e, incluso, “alivio o golosina de viudas”, contradictorio término acuñado por el médico de Felipe II al achacarla efectos sedantes sobre los trastornos emocionales que suelen aquejar a estas damas; digo lo de contradictorio pues es opinión casi generalizada que la ostra es un excitante, al menos mental, y no un calmante de las pasiones amorosas. Sin ahondar en los raramente contrastados predicamentos afrodisíacos, quien esto escribe también se ha permitido otorgarla un calificativo de cosecha propia: “sexo de las sirenas”.
Es para dejar constancia de por dónde va mi lasciva imaginación cuando me enfrento a esta joya de las aguas que abre el apetito, tonifica el cuerpo, favorece el sueño y provoca en ensoñaciones los ardores de Venus. Y es que el mero hecho de pronunciar su nombre o el lúdico momento de llevarla a la boca absorbiendo ruidosamente su carne viscosa son suficientes pretextos para justificar su aureola de manjar sensual.
Fama que verdaderamente nos llega de sus caprichosas formas que implican deseos de caricias y lechos, no de su histórica relación con la política (¡toquen madera!) de la Grecia Clásica, cuando las conchas de los bivalvos (ostrakon) suponían el pasaporte al repudiado ostracismo. Asunto éste que viene al pelo para hablar de plebiscitos, democracia, dictaduras y respetuosos nacionalismos gastronómicos a la hora de su elección, procedencia y consumo.
Todas son las mejores
Si tuviera que fijar un punto de la cartografía para indicarles mis ostras favoritas, con la memoria como único criterio de valoración, el lugar elegido estaría cercano a la casa donde nació Agatha Christie, en Torquay, al sudoeste de Inglaterra. Por allí, en el estuario del río Helford, la ostra es un misterio tan apasionante como los relatos de la dama del crimen. La llaman “sweet little dream” y su presencia es conmovedora por los destellos cristalinos en tonos grisáceos y verdosos que atesora. Su sabor es apoteósico y bien puede codearse con la de la bahía de Poole, en Dorset, que para muchos entendidos es la crème de la crème.
Dicho lo cual, la discusión comienza y nunca acaba con la selección y elección de los mejores territorios: Galicia, Cornualles, Arcachon, Galway, Nueva Inglaterra, Cancale, Suecia, Dinamarca, Holanda, la ría del Eo... Cada paisano de estas regiones, comunidades, condados, estados o países se niega en redondo a admitir la superior calidad de la competencia. A ver quién discute a un normando o a un bretón que su cotizada y excepcional “pied de cheval”, con su concentración de yodo y su paladar avellanado, no es la predilecta de los gourmets; o a un gallego que las planas de su tierra no son las más finas y delicadas.
Nos podríamos eternizar comparando la “Imperial” holandesa con las cebadas en las Claires de Marennes (esas cuencas planas o antiguas salinas de mar en las que el agua es muy rica en plancton) o las “Blue Point” de Long Island en la aristocrática costa este norteamericana con las pujantes y sabrosísimas del Eo astur-galaico. No acabaríamos nunca por lo que pasemos a otras cuestiones.
Cuestión de tamaño
Por ejemplo a su tamaño o grosor, uno de los temas más debatidos. Y es que tan desconcertantes como los muchos y diversos nombres de las especies de ostras más lo son sus sistemas de clasificación para el comercio. Pese a que en España no se especifique el calibre, el viajero cosmopolita agradecerá información relativa a las numeraciones vigentes con sus pesos mínimos. Por no extendernos me ceñiré al sistema empleado en Francia, país devoto de la ostra donde los haya.
Los americanos, más prácticos y menos enrevesados con las máquinas de pesaje, lo hacen más sencillo: “large” es la ostra grande, “medium” la mediana y “small” la más pequeña. Ahora ya podemos ir en busca de otras historias y de otros debates acalorados.
Y de temperatura
La cocina de la ostra y su correspondiente temperatura de servicio es una de las cuestiones donde el acuerdo es difícil. Nadie, creo, osa desacreditar la bondad de una ostra cruda sin ningún aderezo como el limón, la pimienta o el horripilante vinagre con chalotas picadas al que son tan aficionados los vecinos franceses. Abierta al instante y mantenida con el grado de frío conveniente (el hielo pilé o un puñado de nieve inesperada han de ser puntuales) es un regalo para los sentidos.
Cuando el termómetro sube hay que andarse con cuidado, pues ligeramente templadas aún mantienen su poderío pero rebasado el punto de cocción es un milagro darse de morros con una gran elaboración. De los rellenos y estofados ni un comentario: tanto fuego y espera dejan a nuestra invitada como un chicle insípido.
Ingrediente principal
Mis debilidades con este bivalvo se ciñen a algunas fórmulas que recuerdo con pasión: la brocheta de ostras con tocino del gran anfitrión Fernand Point en La Pirámide (Vienne); las fantásticas y bellísimas ostras en gelatina de agua de mar con berros de Marc Meneau en L´Espérance (Saint-Père-sous-Vézelay); la sopa cremosa de ostras y caviar desgranado del difunto y añorado Christian Parra cuando dirigía La Galupe (en Urt, junto al río Adour), las arriesgadas pero fabulosas ostras con dos berzas y jugo de cerveza de José Mari Arbelaitz en su etapa del Miramón de San Sebastián y, por supuesto, las dos versiones que sirve el gran Sacha Ormaechea en su botillería madrileña, fritas y escabechadas.
Por su escenificación deslumbrante hay que incluir en esta selección la titánica ostra Guggenheim de Quique Dacosta, una creación digna del museo de bilbaíno, y la electrizante ostra en tierra de los hermanos Roca en su santuario de Girona. Y no olvido las magníficas ostras “plateadas” que en ciertos parajes del Atlántico preparan los pescadores poniéndolas cerradas sobre la parrilla hasta que se abran, método que han recuperado en el Güeyu Mar de la playa de Vega asturiana.
Para abrir boca
¿Y el momento para saborearlas? Sin duda el aperitivo, esa hora del día en la que el paladar está virgen y ansioso de sensaciones, donde la compañía o la soledad se convierten en euforia junto a una barra.
Es el momento perfecto para disfrutar de una cantidad moderada de este prodigioso fruto marino (con media docenita es suficiente si las piezas son espléndidas), no esas legendarias “gruesas” (doce docenas) que algunos devoradores de la antigüedad se zampaban como si tal y que hoy en día no solo nos dejaría la VISA temblando sino que haría añicos la doctrina de un entendido y eminente catador ostrícola como Orson Welles, quien coincidía con el gastrónomo Grimod de la Reynière en que después de la sexta docena las ostras pierden sus virtudes nutritivas.
Así que pongamos el listón en esas seis ostras por barba, cifra suficiente para navegar entre el deseo y la satisfacción dejando al bolsillo contento y exclamando con placer: ¡esto es la ostra!
Ostras en el Salón de Gourmets
A partir de la celebración del 21 Salón de Gourmets correspondiente al año 2007, se vienen celebrando en su ámbito los sucesivos Campeonatos de España de Ostras / Écailleurs / Sorlut, que alcanzarán su 10 edición en el transcurso del 31 Salón de Gourmets, 2017.