Costa Vicentina
Sal, playa y cataplana
Autor: Enrique Domínguez Uceta
Fecha Publicación Revista: 01 de junio de 2018
Fecha Publicación Web: 27 de julio de 2018

El Atlántico ofrece paisajes de excepcional fuerza y encanto en la Costa Vicentina, que asciende a lo largo del litoral portugués desde el cabo de San Vicente hasta el sur de Lisboa, en un espacio natural que ocupa el límite occidental del Algarve y del Alentejo. Los altos acantilados se abren ocasionalmente en pequeñas calas con playas de arena que forman remotos paraísos de calma y esplendor natural.
La rudeza del litoral ha evitado los desarrollos turísticos, ofreciendo una relación ideal con la arena, el sol y las olas en un ambiente prístino, limpio y sin masificación. Frente a la fuerza del océano que espumea sobre los escollos y arrecifes, las aguas mansas de las desembocaduras de los ríos, con sus largas playas ribereñas, suponen un contrapunto de sosiego a la vitalidad de las aguas exteriores, en las que los surfistas cabalgan algunas de las mejores olas de Europa.
La belleza salvaje de la Costa Vicentina no es nueva, pero sí es reciente la magnífica adaptación del camino litoral para que pueda ser recorrido a pie o en bicicleta sin dañar el medio natural. El cuidado de la flora local y el exquisito diseño de las plataformas, rampas, miradores y barandillas de madera que jalonan el trayecto, han convertido la Costa Vicentina es un destino emergente, que combina la calidad ecológica con paisajes espectaculares.
Buena parte del litoral pertenece al Parque Natural del Sudoeste Alentejano y Costa Vicentina, atravesado por una ruta de 350 km, para ser recorrida a pie.
Ruta al paraíso
El mejor modo de acceder es dirigirse, desde Extremadura o desde Lisboa, hasta Sines, y empezar allí el trayecto hacia el sur. Se van enhebrando puertos ancestrales como Sines, Pessegueiro, Milfontes y Odemira, y pequeños pueblos que acogen hotelitos rurales y una constelación de restaurantes dedicados a elaborar con mimo excelentes pescados y mariscos del Atlántico.
Sines posee un gran puerto junto a una espectacular playa que se contempla desde la altura de un casco antiguo fortificado. El Portugal marinero convive con la arquitectura moderna del Centro de Artes, del estudio Aires Mateus y del ascensor que baja a la playa, donde se montan en verano las Tasquinhas (14 julio a 8 de agosto) en un verdadero festival de gastronomía. Docena y media de stands ofertan platos locales, sopa de cazón, arroces de marisco, de pulpo y de lapas, caldeirada de pescado, feijoada de pulpo y de choco, huevas, calamares, sardinas, jurel, caballa, atún, bacalao, aunque las mejores cocinas locales son las de Cais da Estação y Trinca Espinhas.
Al sur de Sines se extienden varios kilómetros de arena, antes de que la roca se apodere del paisaje litoral y se levante en acantilados que se alternan con pequeñas playas deliciosas, Samoqueira, do Salto, Grande, increíblemente bellas y despobladas incluso en pleno verano. El camino costero desemboca en el diminuto Porto Covo, elevado sobre el mar, con un estrecho puerto a sus pies y una plaza rectangular con iglesia junto a la que se acumulan los restaurantes de un remoto paraíso para buscadores de sabores auténticos. El mejor lugar para degustar ostras, langosta, bogavante, percebes y mariscadas es el ex-quisito Marqués, que prepara un magnífico arroz de camarão, carabineiro e amêijoas.
Horizontes infinitos
No hay que perderse el mirador sobre la playa y la isla do Pessegueiro, donde un viejo fuerte costero da sombra a un mercadillo y a la popular marisquería A Ilha. El mismo esplendor remoto se manifiesta en la mágica playa do Malhão, extensa, hermosa, vacía y querida por los surfistas. Poco antes de llegar a Vilanova se accede al estrecho Porto das Fontes, sobre el que se levanta el moderno restaurante Porto das Barcas, con un emplazamiento privilegiado para su cocina marinera.
Vila Nova de Milfontes se asienta en la ancha desembocadura del río Mira, que forma extensas playas fluviales. Es un pueblo lleno de vida, con calles empedradas y casas blancas sobre el estuario, en el que veranean los cordiales alentejanos que se bañan en la playa del Farol, con orillas en el río y en el mar. Además de practicar el surf en el mar, se puede remontar el río Mira en kayak, antes de afrontar la más amplia colección de restaurantes en la costa. A medida que la ruta se acerca al Algarve es más frecuente encontrar en los menús las deliciosas cataplanas de pescado, que hacen referencia a la olla hermética en que se preparan, cocinando el producto en su propio jugo. Tienen fama las de la Tasca do Celso, que ofrece una suculenta raya.
Del mar a la mesa
A sólo 15 kilómetros se despliega el áspero y puro litoral de Almograve, deshabitado y abrupto. Conviene demorarse en Longueira para probar la excelente cataplana de tamboril, de rape y la caldeirada del sencillo e impecable restaurante João da Longueira, y la morena frita que preparan en el cercano O Josué. A sólo nueve kilómetros se levanta el poderoso cabo Sardao, donde el Trilho dos Pescadores tiene uno de sus escenarios más hermosos, con el faro elevado sobre cortaduras verticales de más de 30 metros de altura en las que anidan las aves marinas. La playa da Pedra da Bica puede estar vacía en el mes de julio, y merece bajar a pie hasta su arena para estar a solas con una naturaleza intacta.
La playa de Zambujeira do Mar es un capricho de la naturaleza, en el fondo de un circo acantilado de más de 20 metros de altura, coronado por la iglesia de Nossa Senhora do Mar y las casas encaladas del pequeño pueblo de veraneo. La costa se hace más agreste a medida que se avanza hacia el sur, sin apenas construcciones, aunque a menudo se encuentra un restaurante en el lugar más apartado. Así sucede en la Praia do Carvalhal, y en el pequeño caserío de Azenha do Mar, asomado sobre un puerto mínimo, apenas un rompeolas de juguete y una rampa para sacar las barcas, que expresa fielmente la dureza de la vida de los pescadores. Pronto termina el Alentejo y comienza el Algarve, con el río Seixe sirviendo de límite entre ambas regiones. Vale la pena seguir la amplia desembocadura para llegar hasta la playa de Odeceixe. Una ancha banda de arena que forma dos playas paralelas, una abierta al mar y otra bañada por las sosegadas aguas del río.
Caramelo de aficionados
El Algarve, que vuelca sus instalaciones turísticas en las ciudades del sur, posee en su costa oeste playas de salvaje grandeza, sin edificios, verdaderas gemas para surfistas y senderistas. La playa da Amoreira, con un solitario restaurante, Paraíso do Mar, en un costado del gigantesco arenal, se ubica dentro del parque natural en el que viven nutrias, martines pescadores, garzas, gallinetas, tortugas, y gran número de anfibios. El edén de los surfistas se encuentra cerca de Carrapateira, en la Playa da Bordeira, donde se ha acumulado una superficie de arena de dos kilómetros de largo por más de un kilómetros de anchura en un lugar vacío, punteado por las autocaravanas en la desembocadura del río. Las olas despiertan la pasión de los aficionados al surf, al igual que sucede en la cercana playa do Amado, con olas tan buenas y diversas que atraen competiciones internacionales.
A sus pies
Al sur aún espera un remate formidable para el viaje, en el extremo más suroccidental de Europa, formado por una gigantesca plataforma rocosa que se adentra en el mar entre farallones verticales de 40 metros de altura. Desde ella se proyectan tres puntas. Una de ellas es el imponente Cabo de San Vicente con el faro sobre las rocas que bate el poderoso Atlántico. Otra, la ocupa el extenso recinto de la fortaleza de Sagres, que fue el Cabo Cañaveral de la navegación medieval durante el siglo XV. La tercera punta, Atalaia, separa las ensenadas de Sagres y de Baleeira, el antiguo puerto ballenero del que ahora parten los barcos para observación de los abundantes delfines y cetáceos.
Incluso en esta barbilla de la península ibérica, rocosa y aguda, disfrutan de tres playas deliciosas, la de Martinhal cerca de Baleeira, Mareta en la bahía de Sagres, y El Tonel en la ensenada de Beliche, desde el que se disfrutan asombrosas puestas de sol sobre el Atlántico, que puede ser el apoteósico colofón a un viaje por los paisajes más indómitos y puros de las costas del sur de Europa.