Restaurante Bon Amb

Vocación invariable

Autor: Andoni Sarriegi
Fecha Publicación Revista: 01 de octubre de 2014
Fecha Publicación Web: 01 de octubre de 2014
Revista nº 462

No es la primera vez que me lo cuenta un chef al preguntarle sobre su vocación. El interpelado se pone risueño, regresa a los albores de su adolescencia y, más concretamente, a ese momento en que le confiesa a su madre que, de mayor, quiere ser cocinero. La reacción de la progenitora –que siempre quiere lo mejor para su hijo– es de pena, angustia y decepción, todo muy a lo madre. O al chaval le cae una bronca ‘à la minute’, con su correspondiente tirón de orejas, o recibe un furibundo sermón que le conmina a abandonar semejante despropósito. En otros casos, la madre (o padre), más taimada, opta por guardar un silencio prudencial y despliega la siguiente estrategia: mandarle a trabajar junto a un cocinero amigo de la familia –y con fama de tirano– a fin de que el muchacho escarmiente, desista a la primera de cambio y vuelva sus ojos al Derecho o las Telecomunicaciones. Pero cuando la vocación es inquebrantable, lo que sucede es que el hijo, a pesar de todas las tribulaciones, no sólo aguanta el tipo, sino que se reafirma en su decisión primera, con la consiguiente desesperación de los padres, que se creían muy listos.

Me han contado esta historia, cada uno con sus detalles exclusivos, varios cocineros que hoy descuellan y que tendrán entre 30 y 50 años. En el caso de Alberto Ferruz Moraleda, chef del Bon Amb, fue su tío quien hizo el papel de cocinero malo. Los chavales de ahora lo tienen más fácil. Por suerte, mucho ha cambiado e irá cambiando la imagen social del señor de los fogones, que ya no es ese borrachín zumbado, arisco y malhablado (siempre hay excepciones). Hasta no hace mucho, a los subalternos se les trataba a sartenazo limpio y se les ponía a picar ajo de cara a la pared para que no aprendieran nada. 

Trucos y recetas se guardaban celosamente y el oficio se iba forjando a base de picaresca y de palos. No llegó a esos extremos la primera experiencia laboral de Alberto Ferruz, contando a la sazón con 14 años, pero también debió de sufrir lo suyo. Aun así, de nada sirvió toda la caña que pudo darle Carlos Moraleda en La Bodega, negocio familiar de Cariñena, pues no hizo sino afianzar sus ambiciones profesionales.

De los 14 a los 17 años estuvo Alberto Ferruz –veranos, fines de semana y fiestas de guardar– en la citada casa de comidas, donde también trabajaba su madre y la oferta era, en precios y estilos, cien por cien popular: patatas bravas, calamares a la romana, pollo a la pimienta… Pero ya antes de eso, a los 13, se marcó su primer plato en solitario: papa a la huancaína, receta andina a base de patatas sancochadas (hervidas), queso fresco, maíz, cúrcuma y ají. Sus padres le habían regalado un recetario de Unicef. Diez años más tarde nuestro protagonista se casará –azares de la vida– con la cocinera peruana Liu Li gracias a un flechazo en los fogones de Martín Berasategui. “La cocina ha sido siempre lo que más me ha gustado –confiesa Alberto– y la experiencia me ha enseñado que puedes ser tan buen cocinero en una tasca de pueblo como en un restaurante de campanillas”. Irrefutable.

Nada más alcanzar la mayoría de edad, Alberto Ferruz lía el petate, responde a la vocación y se muda a San Sebastián para estudiar en El Txoko del Gourmet, junto a la Parte Vieja y el Mercado de la Bretxa. Allí tiene como maestro a Txuno Etxaniz, autor de libros como “La cocina vasca de siempre” o “Nuestros pescados en la cocina”. De él aprendí –rememora Ferruz– que la gastronomía es una forma de vida y que, además de guisar, tienes que frecuentar los mercados, hablar mucho con los productores, visitar bodegas y disfrutar de la convivencia en torno a la buena mesa”. Cuando no tiene clase, enreda en los fogones del maestro José Juan Castillo, chef de la célebre Casa Nicolasa, que abrió sus puertas justo encima de la sede de la escuela hasta que echó la persiana hace cuatro años.

Tras un año de formación, arrancó las prácticas en Martín Berasategui, chef con fama de severo y al que él se refiere con mucha gratitud. Tenía 19 años. Al llegar al restaurante de Lasarte, antes de entrar, se quedó un rato en el parque infantil que hay al lado, llorando de los nervios y de la emoción. ¿Con qué se queda de su estancia allí durante dos temporadas? “Por encima de todo, Martín me enseñó a trabajar con honestidad, a ser noble; a soñar poco y trabajar mucho, y a poner sacrificio y corazón”, afirma.

Al escuchar a Alberto Ferruz, recuerdo la definición acuñada sobre el carácter aragonés por el poeta y líder revolucionario cubano José Martí, que estudió en Zaragoza, a saber: “franco, fiel, fiero y sin saña”. Ferruz, que encaja en esa receta, pasó por todas las partidas y acabó a las órdenes de Baltasar Díaz en el banco de pruebas. Se acuerda de los ensayos para crear el gazpacho de melocotón de viña, que Berasategui combinaría con berberechos al ‘txakoli’. Y desde Lasarte, por mediación del chef vasco, Alberto Ferruz viaja a París para integrarse en el equipo de Le Taillevent, restaurante legendario con Alain Solivérès como chef. Lleno hasta la bandera todos los días y brigada de cocina de sólo doce personas.

La mitad de las operaciones han de hacerse al momento, desde elaborar un puré de patata hasta deshuesar y bridar pichones, pasando por estirar la masa, rellenar y cocer los raviolis. “En Francia aprendí, sobre todo, disciplina y control, además de las bases culinarias más académicas –señala–, y me impresionó mucho la capacidad de organización”. Recuerda el servicio, muy clásico, como “un ballet impecable y donde aún se trabajaba mucho a la vista del comensal”. Hacen platos que llevan cuarenta años en carta, como el pollo de Bresse en hojaldre con timbal de espinacas y cangrejo más salsa de trufa y foiegras.

También cosas más modernas, caso de la salchicha de bogavante con hinojo compotado y su emulsión. “Cuando volví a España, después de año y pico, trabajar aquí me parecía como estar de vacaciones”.

De París a Xàbia

Alberto Ferruz desembarca en la Marina Alta alicantina en 2005, fichado por Quique Dacosta y Tomás Arribas, fundador de El Poblet (1981). Trabaja primero aquí, fugazmente, y luego pasa al Segaria, restaurante del hotel Dénia Marriott. Cuatro años más tarde le encontramos ya como jefe de cocina en el Peix & Brases. En julio de 2011 empieza la travesía del Bon Amb, en Xàbia-Jávea, con otros dos tripulantes: Pablo Catalá, ‘maître’ y sumiller, y un inversor holandés con empresas de domótica, farmacéutica y energía eólica. Se marcan como objetivo ofrecer una gastronomía de calidad (y contemporánea) en una zona virgen tras el cierre de Oligarum (en 2001) y el ascenso y caída de El Rodat. Y en esas están, al cabo de tres años, gracias a un público pudiente, y mayoritariamente extranjero, que les responde. Lograron estrella Michelin en la edición de 2014, a la vez que el Monastrell, de María José San Román, en la capital alicantina. En la última entrega de su anuario, el periodista valenciano Antonio Vergara sitúa al Bon Amb en tercer lugar, tras Quique Dacosta y Ricard Camarena. Entre los cocineros con quien ha hecho stages, Ferruz destaca a Fernando P. Arellano, del pretérito madrileño Zaranda (antes de su traslado a Mallorca), y al holandés Jacob Jan Boerma, del restaurante De Leest, en Vaassen.

La cocina de Alberto Ferruz puede gozarse a través de su ‘Paisaje mediterráneo’, menú-degustación en nueve pasos más los detalles de aperitivo y cierre (a 75 euros). Entre los ‘snacks’, destaca la minicoca de hígado de rape con hierbas anisadas y mahonesa de escabeche. Cerca del 90 por ciento de su cocina es de género marinero y en torno al 80 por ciento de la materia prima procede de las lonjas locales. En la lecha (o pez limón) marinada y ahumada con sorbete de apio-lima y leche de pepino-curry es evidente la influencia de Martín Berasategui. Demuestra sutileza en las cigalas soasadas con zanahoria en compota, emulsión de naranja-comino y ralladura de lima kaffir, y en la delicada pescadilla mediterránea al vapor de cítricos (cocida al punto en cesta de bambú) con hummus de chirivía, hinojo marino y emulsión de limón maduro (aplicada en la mesa con brocha de salvia). Dos combinaciones cabales y bien equilibradas.

Sin embargo, la ventresca de atún con guacamole queda atenuada por el sabroso gazpacho de verduras asadas que lo acompaña. Lo mismo le sucede a la hueva de choco, cuyo sabor rivaliza con los de la coliflor a la romana (en jugo y puré) y la picante galleta de té verde y guindilla, un plato por afinar. Los cítricos, protagonistas del postre que rinde tributo al Montgó (montaña vecina), funcionan como hilo conductor del menú, que se cierra con un delicioso helado de galanga acompañado de higos confitados al merlot, espuma de yogur y bayas silvestres. Otro rasgo importante de su cocina son los caldos y jugos, que elabora tanto a partir de fondos clásicos –en olla a presión o marmita– como de infusiones al vacío. La brigada de Alberto Ferruz ha doblado efectivos: de cuatro a ocho. Su mano derecha es la francesa Emanuelle Baron. Dirige el servicio Pablo Catalá, que trabajó durante doce años como corresponsal de guerra (fotógrafo y cameraman) para el Ministerio de Defensa. Un caso atípico y chocante en el siempre curioso mundo de la hostelería

Bon Amb

Ctra. de Benitatxell, 100

Xábia-Jávea (Alicante)

Tel.: 965 084 440