Restaurante Apicius
Sabores a dúo
Autor: Andoni Sarriegi
Autor Imágenes: Apicius
Fecha Publicación Revista: 01 de abril de 2014
Fecha Publicación Web: 16 de abril de 2014
Revista nº 456

Hay restaurantes que son, antes de cualquier cosa, un cocinero en el papel de titán, un chef solitario y que puede con todo. Otros lo conforman tres hermanos, por decir algo, o dos gemelos bien avenidos. Y otros, padre e hijo (o hija). También está el restaurante sustentado por tres o cuatro generaciones –a veces de mujeres– pencando al unísono.
Otra posibilidad es que lo lleve una joven pareja, caso del Apicius, donde se reparten equitativamente el trabajo Enrique Medina, en cocina, e Ivonne Arcidiacono, en comedor. Si trabajar tiene algo de maldición, hacerlo en pareja puede resultar exasperante, siempre que no se tomen las medidas oportunas.
Trabajar en pareja, codo con codo, regentando un restaurante, roza el colmo de la intrepidez y la hipertensión, pero ellos lo llevan más que bien. Para empezar, y como decía el bueno de Confucio, “si escoges un trabajo que te guste, no tendrás que trabajar en tu vida”. Así es en su caso: se toman su oficio muy en serio, pero sin dejar de disfrutarlo. Y ese placer lo hace todo mucho más llevadero.
En realidad, y aunque parezca increíble, Enrique e Ivonne no se ven en todo el día. ¿Cómo se consigue eso? Pues tomando con antelación una de esas “oportunas medidas” que apaciguan la convivencia: delimitar claramente las funciones de cada uno a fin de no asomar las narices en territorio ajeno. Fogones para él y manteles para ella.
Otra regla de vital importancia para sobrevivir al exceso de contacto es tener muy claro que los roces derivados del trabajo son algo meramente profesional. Esta es una norma clave para evitar que las tiranteces puedan extenderse más allá de la puerta del restaurante. Si a la aplicación de dichas medidas sumamos entusiasmo por los respectivos oficios, complicidad instintiva y buena respuesta de público, la pareja permanecerá a salvo de inclemencias e interferencias laborales.
Realmente, y tal como explica Ivonne Arcidiacono para referirse a lo sacrificado de su sector, “lo realmente difícil, si trabajas en hostelería, es que tu pareja no sea también de hostelería”.
Recorridos afines
El laberinto de la hostelería llevó a Enrique Medina e Ivonne Arcidiacono por sus respectivos vericuetos hasta que el azar quiso que se toparan en cierta isla. Fue a finales de 2003, cuando él acababa de ser ascendido a chef, a sus 26 años, y ella recién llegaba al Gran Hotel Son Net (Puigpunyent, Mallorca), en la falda del temible Galatzó, monte solitario y plagado de leyendas.

Para él, la cocina tuvo magnetismo desde pequeño: a los siete años ya solía arrimar el hombro a la hora de preparar convites familiares. Además, le tiraba la botánica, tan vinculada a la gastronomía, tal vez por ser hijo de farmacéutico. En plena encrucijada preestudiantil, decidió renunciar a una plaza para cursar Farmacia en Pamplona y se apuntó en la Escuela de Hostelería de la Universitat Autònoma de Barcelona.
¿Con qué se queda de los tres años de formación? Con el aprendizaje de la cocina tradicional y con la disciplina. “El enfoque académico era muy práctico –nos explica– y se veía la hostelería de verdad, ya que los alumnos teníamos que llevar desde una cantina hasta un restaurante gourmet”.
Mientras tanto, Ivonne Arcidiacono –natural de Colonia– iniciaba en 2001 su formación en Hostelería con la cadena Dorint y más concretamente en el hotel mallorquín de Camp de Mar como jefa de azafatas y auxiliar del director de comidas y bebidas. En Alemania, los estudiantes se integran desde el primer momento en la industria, desfilan por todos los departamentos (desde la plonge hasta el área de ventas) y además están en nómina, algo impensable en España. Posteriormente, estuvo en el Park Weggis, (5* GL) de la zona de Lucerna, como jefa de rango del restaurante gourmet.
Y de ahí, vuelta a Mallorca para trabajar como comercial y directora de banquetes en el citado Gran Hotel Son Net, donde la brigada de cocina se compone de 25 empleados. Ella se fijará en Enrique Medina, quien entretanto ha completado su formación en Toulouse, Grasse y Zaragoza, su ciudad natal. Desde el 2000 se afana en los fogones del hotel mallorquín, donde ve desfilar a unos cuantos chefs franceses. A finales de 2003, le tocará mandar a él.
Hacia el Mediterráneo
Al año siguiente, sus caminos se separan, pero no por mucho tiempo. Enrique se va a trabajar como pastelero a la Hacienda Benazuza (Sevilla) a las órdenes de Rafa Morales. Seis meses con fichas técnicas para hacer clones de postres y prepostres de El Bulli. La distancia –cosas de la mente– refuerza su idilio. 2005: reencuentro feliz en tierras tarraconenses.
Él entra como jefe en el hotel Mas Passamaner (La Selva del Camp), que por entonces asesora el alemán Joachim Koerper, y ella trabaja en la recepción del hotel Ra (El Vendrell) y luego en el Husa Imperial Tarraco, aquí como segunda maître. Una locura, ya que este establecimiento se encarga de los eventos del palacio de congresos y del casino de Tarragona. Llega la hora de la verdad: escoger una gran ciudad (tienen claro que ha de ser grande) para abrir casa propia, el sueño de Enrique Medina desde que era niño.
Deciden quedarse en el Mediterráneo, se decantan por Valencia y, nada más llegar a la Estació Nord, experimentan un flechazo urbano. Tantean el terreno: ella entra como maître en el Hesperia y él trabaja como jefe en La Sucursal y Vertical, donde ahonda en la cocina levantina, incluyendo arroces. En septiembre de 2007, botan el Apicius con tanta ilusión como miedo.
Sin darse cuenta, cumplirán siete años. Siete largos años en que las bajas han sido numerosas –y algunas, muy sonadas– en el ramo de la restauración, especialmente en la capital valenciana.
Ellos han capeado las turbulencias a base de profesionalidad, concentración y humanidad en los precios. El periodista valenciano Antonio Vergara lo deja claro en la última edición de su anuario de cocina: este es un restaurante “que no genera ruido mediático y donde ‘siempre’ se come bien” (el entrecomillado es mío). 
La regularidad no es un don, no es una gracia sobrenatural, y la buena materia prima tampoco es algo que llueva del cielo. Además de rodearse de buenos proveedores, cultivan un huerto urbano arrendado en Alboraia. Es sólo un ejemplo de su filosofía, que resumen así en el vídeo promocional de Apicius: “No buscamos el éxito, sino la felicidad”. Y ésta, como ellos bien saben, reside en lo cotidiano.
En Apicius, los platos no escatiman ni en laboriosidad ni en calidad de producto. No dan más de 24 cubiertos por servicio. Como buen artesano, Enrique Medina se encierra en su taller a las nueve y media de la mañana y de ahí no hay quien le saque en todo el día (descansa una horita entre servicios). Es aplicado y riguroso, pero el sabor –su norte– le salva del desvarío perfeccionista y de la vanidosa ostentación técnica.
Mi última visita cayó en otoño (finales de noviembre de 2013) y el menú fue un viaje-festín por Boletulandia: capuchino de calabaza y hongos con taquitos de salmón curado y carne de cocido; cococha de merluza con llanega blanca, guisantes y vinagreta de pistacho; atún rojo con amanita cesárea, puré de coliflor, rúcula y mostaza; risotto de puntalette con calamar y trompetas negras; huevo con puré de patata asada, panceta de ibérico y ceps…
Y superando lo anterior: merluza de pincho del Cantábrico con níscalo, conejo y azafrán, y corzo nacional con berenjena, anchoa, manzana y polvo de hierbaluisa, soberbia combinación de sabores. El mar-y-montaña es una de las señas de identidad del estilo de Enrique Medina.
Su mano derecha en fogones es, desde hace cinco años, Guido Casanova. Hubo sincronía y complicidad total en el afable servicio de Yvonne Arcidiacono, siempre al quite, pero en su sitio. A Apicius le queda cuerda (y romance) para rato.
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Eolo, 7, Valencia Tel.: 963 936 301 |