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¿Bogavante o langosta?

Autor: Pepe Barrena
Fecha Publicación Revista: 01 de julio de 2017
Fecha Publicación Web: 28 de junio de 2017

Podría constituir un guión gastronómico alternativo al film “Duelo de titanes”, uno de los grandes western de la historia en cualquiera de sus versiones, sobre todo por enfrentar a estos dos colosales crustáceos que, con el devenir de los tiempos, han sufrido tribulaciones varias. Sin más divagaciones, hay que decir que la antaño reina de las mesas más encopetadas está en horas bajas en la cocina de autor actual y que el bogavante vive en la gloria acechando el trono. ¿Cuál es mejor? Vayamos por partes, ya que de la cabeza a la cola las diferencias son sustanciales.

Lo cabal es comenzar por echar un vistazo general a las particularidades de los dos pesos pesados. En el caso del bogavante no hay que ir a recorrer mundo para abarcar su tipología. Con hablar del americano y del europeo casi todo está dicho. Su aspecto externo es muy parecido aunque el matiz de su color es importante para distinguirlos. Prefiriendo ambos como hábitat las aguas frías con fondos rocosos, la tonalidad respectiva depende precisamente de estos fondos donde retozan.

Así, el homarus americanus –generalmente con pinzas más grandes y las articulaciones de la cola más anchas– varía del azul verdoso al marrón rojizo y la coraza está salpicada de un tono negro y verdusco. El bogavante europeo (homarus gammarus) porta ese color azul sombreado o cobalto que tan bien sienta a los mares que bañan desde Noruega hasta la costa cantábrica española. También son llamativos por sus lados y partes inferiores amarillentas con manchas rojas.

Una buena derecha

Por norma, los de uno y otro lado del Atlántico poseen la pinza derecha más desarrollada, ya que sirve para agarrar sus presas y enemigos y para partir la comida. Con la izquierda, menos gruesa, desmenuzan la captura y se la llevan a la boca.

Dado que los bogavantes crecen muy despacio, alcanzan la madurez sexual alrededor de los 6 años y cuando más carne tienen es poco antes de la muda de su caparazón y dos o tres meses después. Y como con el sexo hemos topado ahí va la primera pregunta del millón: ¿macho o hembra? Resumiendo brevemente son más apreciadas las pinzas de los machotes, tal vez porque contienen más chicha que las de las hembras, y el abdomen de las féminas, de más finura y carnosidad.

Pero el verdadero problema es otro, la distinción. Al contrario de la langosta, donde una simple ojeada a los pétalos del reverso de la cola basta para definir el sexo –bastante más anchos los de la hembra–, en el bogavante hay que mirar con mucha atención si se quiere constatar este particular. La conclusión es como sigue: deben fijarse en una larga y estrecha pata, como un palillo articulado, que se encuentra al principio de la cola, junto a la cabeza. Si este miembro termina en punta estamos ante un macho; si finaliza con unos pelillos es hembra. Para detallistas.

La cocina elemental

El bogavante tropieza casi siempre con dos errores de bulto: si es la plancha la protagonista, la herejía consiste en abrirlos a lo largo y dejar que sus carnes toquen el calor infernal. Obviamente, usted no come una delicatessen sino una tostada salada. Con lo fácil y racional que es posar la pieza, mejor sin abrir, en la plancha o parrilla sólo por la cáscara. La cocción será perfecta y los jugos del crustáceo permanecerán en todo su apogeo.

El otro sacrilegio ha sido un plato que me ha martirizado durante décadas, la ensalada de bogavante, que encontró el chollo del siglo con el “pontífice de los mares”. Tres o cuatro rodajitas de la cola, mucho bouquet de lechugas y hortalizas, un aliño desabrido... y a engordar la minuta. ¡Qué pena! con las fantasías que uno ha encontrado a lo largo y ancho del planeta.

Cómo no hacer un hueco de honor en la memoria al fantástico bogavante asado al fuego de la chimenea de Michel Guérard, o a la genial fricasée de este marisco con sémola de trigo de Michel Trama; o al ragú con patatas de Alain Chapel, inspirado en la tradición bretona; o al exótico con especias de Olivier Rollinger en su desaparecido Maison de Bricourt de Cancale. No puedo olvidar tampoco el sensacional potaje de chipirones con bogavante y caldo de garbanzos de Hilario Arbelaitz, en el Zuberoa de Oyarzun o el que Arzak preparaba con aceite de oliva virgen extra ¡blanco!

En fin, y como pauta general y ajena a estas obras maestras, prefiero que los bogavantes de tamaño medio se utilicen para asar o cocer enteros; los grandes, sin embargo, son más aptos para el suquet o un arroz semi-caldoso, siempre cortados en trozos generosos y con el valor añadido de sus carcasas y jugos que proporcionan caldos y esencias insustituibles.

La princesa roja 

¿Y la langosta? Cuidémosla como se merece. Presente en casi todos los mares del mundo, su pasaporte indicativo presenta los diversos colores de su caparazón, colores que varían según las especies y el lugar de pesca y que, a su vez, permiten componer una tabla jerárquica de calidades en función de su origen. Con este crustáceo hay menos controversias  geográficas que con el bogavante. La langosta roja o “real” del Mediterráneo se lleva todas las medallas frente a las invasoras “verdes” de Mauritania, la “morena” de las Antillas, la rojiza oscurecida de Ceilán, la rosada de las Canarias, la “morada” del Golfo de Guinea o la reputadísima del Canal de la Mancha.

Sobre la calidad de los machos o hembras tampoco hay muchas discusiones. Son “ellas” las favoritas. Y para que la langosta vaya ganando algún asalto de este combate escrito, diré tajantemente que los sesos y cremas de su cabeza no tienen parangón con los del otro gran rival. La cola es otro cantar. Me gusta preferentemente cocida y en su cocina hay que hablar de tradición más que de vanguardia porque, curiosamente, es difícil encontrar recetas contemporáneas de nivel. Valga como muestra, un poco alejada en el tiempo pero perfecta para entender su declive, el libro que en los ochenta del siglo pasado redactó el crítico Henri Gault con sus 50 mejores restaurantes de Francia y sus platos predilectos. ¡Ni uno sólo de langosta! No queda más remedio, por desgracia, que inclinarse ante los clásicos.              

Y el clasicismo de la culinaria de la langosta pasa ineludiblemente por una receta íntimamente asociada a Bretaña, región también conocida como Armórica, tierra de mar con mayúsculas en el dialecto local.

La langosta “a la armoricana” devino en “a la americana” por un viaje de su creador –el cocinero bretón Pierre Fraisse– como emigrante a América. Ahora, su salsa –chalotas, fumé, brandy, mantequilla... – ha alcanzado el estado de eternidad sirviendo de guarnición a múltiples pescados. La fusión entre “mar y montaña” ha aportado al recetario de la langosta excelentes resultados, fundamentalmente en la cocina catalana, pero si hubiera que elegir un plato representativo del estofado señorial e intemporal éste podría ser el suculento “civet” de Jaume Subirós en el legendario Hotel Ampurdán de Figueras.

Llegó la hora del veredicto. Lo justo, gastronómicamente, sería coger una langosta y un bogavante de tamaños parecidos y prepararlos de idéntica forma, sin ningún tipo de añadidos; por ejemplo cocidos o a la plancha con la corrección debida. Que cada coloso se muestre de la forma más natural y que cada catador juzgue cuál es el mejor. Se admiten apuestas.

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