Restaurante Palacio de Tondón
El río y las estrellas
Autor: Pepe Barrena
Autor Imágenes: Palacio de Tondón
Fecha Publicación Revista: 01 de septiembre de 2019
Fecha Publicación Web: 28 de noviembre de 2019

El Ebro es un río de pronunciación fuerte para la dulzura que atesora. Es largo, con mucho carácter, tenso cuando el cielo se encabrita, plácido para contemplarlo en días de estío y una bendición para el mar de viñas y huertas que se acumulan junto a su cauce. Divide el corazón riojano en dos opulentas regiones de devoción para los gourmets: Rioja Alavesa y La Rioja como tal, dos culturas y geografías que a pesar de la obsesión de los políticos, son hermanas. Al contrario de tantas y tantas fronteras que separan, este río posee la hermosa virtud del hermanamiento, de la fusión de hechos y sensaciones que puede el viajero con gusto descifrar y saborear en esta antigua casa-palacio de Briñas, una parada y fonda de lujo a sumar al excitante paisaje arquitectónico y artístico del vino que se fragua en la zona con reclamos que todos conocen, como la “titánica” obra de Frank Ghery en Marqués de Riscal, el metafórico vuelo de barricas de Calatrava en Ysios o el paseo por el Barrio de La Estación de Haro con su ilustre heráldica de bodegas centenarias.
Un cóctel infalible
Puede parecer que la postal es idílica, aunque lo cierto es que la carrera turística y gastronómica del área se resiente precisamente en las cosas del comer (el beber no se discute), o del descansar placenteramente en camas y aposentos con estilo y distinción. Ambas faltas se solventan en este Palacio Tondón, hotel-restaurante en el que el empresario vizcaíno Pedro Jiménez ha invertido potentemente y en el que hacen su primera experiencia como asesores gastronómicos globales tres ex Mugaritz. El éxito de la piedra ancestral y la modernidad.
Dream Team
Nada más inaugurarse, el boca-oreja corrió como El Ebro en sus días alterados. LLorenç Sagarra, Miguel Caño y Dani Lasa, después de su paso por el restaurante de Andoni Adúriz, recalaban en este paraje enfrentado a la mítica Viña Tondonia. Cada uno con sus labores bien definidas, al igual que hacían donde el genio guipuzcoano. Sagarra diseñando el modelo de negocio y todos sus tangenciales creativos, de imagen o audiovisuales; Caño, un riojano viajado y entendido en lo que es una jefatura de cocina de uno de los restaurantes más respetados del mundo, poniendo su lucidez a la hora de moldear una carta cabal; Lasa con esas tareas imprescindibles del I+D que requiere todo proyecto empresarial. Asesoran con el nombre de IMAGO, gabinete que promete y, que si estamos en lo cierto, es un guiño a ese estadio final de la vida de las mariposas, la más libre y activa, cuando despliegan sus alas. Bella metáfora que ya ha empezado a dar resultados tras la experiencia de Briñas, pues el equipo, junto al mismo inversor, han abierto en Madrid el “Pedegrú”, un local con pedigrí diseñado a medida de las tendencias capitalinas. Si las trayectorias de los tres personajes citados avalan el proyecto gastronómico riojano, imagínese el viajero que a la aventura se suma la polivalencia y dominio de las brasas del peruano David Mosquera, formado y cariñosamente “ahumado” entre las parrillas galácticas de Bittor Arginzoniz en el Etxebarri vizcaíno; o de los sabios consejos de Beatriz Osorio, la maestra de ceremonias y sumiller, o de la impagable y atenta Ioana, que convierte la visita en una clase magistral de relaciones públicas y acogida. Un dream team que no sabemos si se mantendrá tiempo para ganar varias ligas en las guías de sitios predilectos de Madrid hacia el Cantábrico pero sí que quedará grabado como grupo hacedor de grandes momentos para los sabuesos de los placeres.
Cocina y estilo
Lo primero que hay que aconsejar al lector es que no se fíe de lo que puede encontrarse al mencionar el vanguardista Mugaritz como lugar desde el que vienen estos asesores y virtuosos culinarios. Si alguien tiembla ante la posibilidad de encontrarse en la mesa con una hoja comestible como ración del menú, o un suspiro de pajarillo como guarnición, abandone el tembleque y piense que aquí va chuparse los dedos con salsas de pan y moje, con platos de callos que han triunfado en el oficioso Campeonato del Mundo que anualmente monta el gran Pedro Martino en Asturias, con cochifritos sensacionales con pistacho y hierbas o asados antológicos del cerdo ibérico incluyendo su rabo confitado, trabado con setas y tostado con virutas de jamón. Es la inteligente oferta culinaria diseñada para la ocasión y la ubicación, consistente en un repertorio de platos con nomenclatura que recuerda mucho a grandes creaciones del restaurante de Andoni Luis Adúriz pero que encajan perfectamente con los gustos tradicionales de la zona, incluyendo puestas en escena, sin perder la personalidad autoral. Es una cocina rabiosamente moderna dentro de su clasicismo y que basa su excelencia en algo que gusta prácticamente a todos los viajeros y lugareños: los fondos, los jugos reducidos; salsas primorosas que acompañan a verduras, pescados y carnes sin interferir o estropear las materias primas. La huerta se ennoblece con duetos como la coliflor ahumada en corte XXL con láminas de trufa de calidad, plato que de salir tapado ganaría puntos; con los puerros asados al sarmiento a modo de calçots con crema fresca y con las vainas braseadas con concentrado de ternera y ajo tostado. Y más platos con aderezos exquisitos: caldo de gallina fusionado con el coral de los carabineros, pimientos de cristal de “Tormantos” para la ventresca de atún. También hay que criticar: esos callos campeones deben mantener la regularidad para erigirse en imprescindibles y no tener altibajos; el mollete de rabo de toro guisado al vino tinto con vegetales se entiende que sea uno de los primeros éxitos de la casa por sabrosura y presencia, pero creemos que parece más bocado de otro ámbito hostelero que de la finura que aquí se estila; y las prometedoras quisquillas, como la ensaladilla, no pueden salir heladas a la sala. Otras cosas sí.
Helados e historias
Tratándose de helados y estando en tierra riojana, la figura de Fernando Sáenz es inexcusable. El “chef del frío” se ha sumado al fantástico equipo del Palacio Tondón como proveedor de sus helados artesanales con reminiscencias tanto de la infancia como de la despensa natural de La Rioja, especialmente la que versa sobre el viñedo y sus paisajes. En su heladería del centro de Logroño (dellaSera), Fernando sirve algunos ya míticos, como el de mosto de racima o el de hoja de higuera; a éstos hay que añadir el sobresaliente de limón a la antigua, con la aromática y deliciosa crema cítrica cobijada en la cáscara de la fruta. La vía láctea, para completar las dulces sensaciones y tratándose de gente que ha estado en Mugaritz, se da por apasionante. Para apuntar, las texturas elaboradas con helado de leche de oveja, polvo de leche, virutas de queso de oveja de doce meses de maduración, su tofe y aceite de nuez. Uno no puede despedirse de este río, de este lugar y de tanta estrella, incluyendo las del cielo que se divisa, sin anotar alguna de las historias que han hecho de la restauración fluvial algo a tener en cuenta. Les cuento la de Miterrand y el cocinero cantante, por si no la conocen. El día después del fallecimiento del presidente francés los periódicos de medio mundo, entre la avalancha de fotografías dedicadas al finado, insertaban una con el presidente a las puertas de un restaurante de fachada encalada blanca y roja, acompañado de su mujer y del equipo del local. El restaurante era La Galupe –en Urt, en la Bayona gala y a orillas del Adour– y de los que posaban para la eternidad sobresalía un gigantón de barba canosa y sonrisa permanente. Christian Parra, el anfitrión, un hombre tan grande como una catedral y tan delicado como un trozo de seda, sabía de antemano que la última escapada del político le llevaría hasta su comedor. Tal vez por una promesa, quizá por las inolvidables veladas que pasaron juntos al calor de los rescoldos de la chimenea desgranando filosóficas conversaciones o, quién sabe, tarareando en privado el repertorio del consumado guitarrista Parra, que lo mismo se marcaba un popurrí folclórico como una de Brel, de Ferré o de Moustaki. Es lo que tienen los ríos y el comer, beber y vivir junto a sus cauces.