Restaurante Kaymus

Dos chefs en uno

Autor: Andoni Sarriegi
Autor Imágenes: Kaymus
Fecha Publicación Revista: 01 de julio de 2015
Fecha Publicación Web: 17 de septiembre de 2017

Un restaurante es, según la definición más academicista, un establecimiento público al que se acude para consumir comidas y bebidas a cambio de determinado precio. De esa acepción se deduce que un restaurante es un negocio en que el cliente paga por mover los carrillos y remojar el gaznate. Hasta aquí, no veo mucho motivo para la polémica. Lógicamente, también se va a conversar, en caso de que uno no coma y beba solo, que es la gran maldición del periodista gastronómico.

Lo que ya no veo tan normal es que, en lugar de comer y beber y hablar (aunque sea solo), el presunto comensal se dedique a sacar fotos a diestro y siniestro y se encomiende en cuerpo y alma a Nuestra Señora de Internet. No soporto los restaurantes plagados de clientes devotos –sean ‘foodies’ o ‘bloggers’–, armados de cachivaches para contarlo todo en riguroso directísimo. Prefiero el ambiente alegre que crean los parroquianos entregados –con total despreocupación– a los placeres de la manduca y de la tertulia. Este es el perfil del cliente del Kaymus: el del buen ‘gourmand’ que echa carcajadas, vive el instante y luce lamparones en la camisa.

Clásico contemporáneo

Nacho Romero, chef-propietario del Kaymus, afirma que su establecimiento encierra en verdad dos restaurantes. Uno sería el de perfil clásico y otro el dedicado a nuevas creaciones, refiriéndonos a estilo y oferta gastronómica.

Carta y menús pueden contentar tanto al estómago más conservador como al que quiera escapar de la rutina sin tampoco aventurarse en las junglas hostiles del cilantro o en las procelosas aguas del alga wakame.

Tomo la comanda para el primero: croqueta de cocido; fritura de ortiguilla; soberbia ensaladilla coronada con salpicón de marisco (toque crujiente de judías verdes y pepinillos); mojama casera de lubina (marinada en sal 24 horas) con tartar de tomate, olivas negras, puré de berenjena y encurtidos; goloso ravioli de langostino, espinacas y nueces con aliño de botarga de maruca, trufa blanca y mantequilla de salvia (tributo a Italia); gamba hervida con acelgas (guiso de pencas y cremita de las hojas: versión de la receta tradicional); arroz seco de sepia, coliflor, alcachofa y panceta adobada (el caldo es de cangrejos y galeras), y pierna de lechal rellena de verduras con puré de calabaza.

¿Y de postre? Un cubata. Recetas que miran a los ojos, gustosas, auténticas, llanas y con primacía del producto.

Vamos con el pedido del segundo: tartar de navajas con pepinillo y alcaparrras; ostra Gillardeau a los aromas de gin-tonic (con ginebra, yogur griego y pepino en texturas); ‘dumpling’ de ‘pak choi’ con cordero lechal a la soja (cocido al vapor en cesta de bambú); tataki de lubina atemperada (en agua con soja), chicharrones de su piel, emulsión de almendra y escalibada (perfecta, la textura semicruda del pescado); para acabar, cabeza de cochinillo (oreja, sesitos lacados, lengua y carrillera) con piña, un plato tan radical como exquisito y delicado.

¿Y de postre? Un desayuno: bizcocho de café, galleta de canela, helado de té con leche, crema de naranja y bergamota, fruta fresca y mermelada de mango a la vainilla. Composiciones más atrevidas y el ineludible toque asiático, cada vez más presente en la sensata y trabajada cocina de Nacho Romero.

Platos entre dos tendencias

Al mismo tiempo, platos a medio camino, que podrían adaptarse a cualquiera de los dos menús: croqueta de bacalao ahumado con muselina de ajo; ‘dim sum’ de langostino y cerdo con crema de setas, trufa blanca, champiñones laminados y caldo de jamón ibérico (un plato que juega a la ambigüedad, ya que a la vista asemeja oriental, pero resulta familiar al paladar vernáculo); anguila a las tres cocciones (brasa, marinado y vacío con salsa de ostras) acompañada de guiso de níscalos; chipirón en su tinta relleno de ‘blanquet’ (embutido sin sangre); vieira con molleja de ternera y royal de alcachofa, o huevos Sant Celoni, con caviar y puré de coliflor, homenaje a Santi Santamaría. Y otro arroz suculento, el cremoso de setas, panceta y codorniz ahumada, ligado con paté de los higadillos.

Tras esta batería de platos, debería quedar meridianamente claro que la cocina de Nacho Romero es de sustrato clásico. También es de celebrar que sus incursiones en el mestizaje sean prudentes, sin los especiados salvajes (‘acipicantes’) ni las mezclas churriguerescas –y al buen tuntún– que tanto abundan en los modernos cubiles de cocinas del mundo.

Vital, la implicación cotidiana y creativa de Javier Lajara como segundo de cocina y responsable de postres. Y la regularidad de sus proveedores, como JapoFish (pescado y marisco), El Blanco (verdura), Enrique Pérez, de Viver (carne y embutidos), o Hermanos Gómez Ortiz, de Madrid (caza).

De niño pinche a chef-orquesta

Son varias las motivaciones que pueden llevar a un chaval a cocinar y a hacerse cocinero. Entre ellas, una que no tiene nada que ver con los teleculebrones culinarios ni con el deseo de emular a las celebridades de las cazuelas, a saber: la necesidad de atender cotidianamente a una persona ciega.

Nacho Romero le hacía de pinche a su abuela materna, quien a pesar de su invidencia aún se apañaba como para sacar unos canelones o una carne mechada.

Decía Jorge Luis Borges que “el mundo del ciego no es la noche que todo el mundo supone”, pues siguen danzando y persisten en la sombra algunos colores, más o menos vagos. Pero guisar ha de ser ardua tarea para alguien privado de vista, sobre todo a la hora de mondar y picar los alimentos, labores que la abuela de Nacho confiaba a su pequeño lazarillo de los fogones. Ese nieto fue creciendo, atravesó la adolescencia y antes de los veinte se encontró en una cocina totalmente distinta: la de Can Fabes, adonde ya había ido a comer con su novia tras ahorrar duramente.

Esa vocación por la cocina le llevó a visitar, de jovenzano, otros manteles de capricho, como Zuberoa, Martín Berasategui o el extinto Girasol, de Moraira. Tras cursar el bachillerato y lo que entonces se llamaba COU (Curso de Orientación Universitaria), Nacho Romero se matriculó en el Centro de Turismo (CdT) de Valencia, dentro de la primera promoción.

Por las tardes iba a trabajar al restaurante de Óscar Torrijos. Su ‘stage’ de estreno fue en el restaurante Schloss, de Rapperswil (Suiza), donde estuvo una temporada como ‘entremetier’ (encargado de entrantes) a las órdenes de un chef italiano que les hacía preparar pasta fresca todas las tardes.

Aprendió a trabajar de forma organizada, con jerarquía y cabeza. Una experiencia que le puso sobre aviso para el que sería, a los veinte años, su próximo destino laboral: El Racó de Can Fabes, ya con sus tres estrellas y brigada de dieciséis cocineros.

Donde la mayoría no aguantaba ni un mes, Nacho Romero resistió un año largo y llegó a jefe de la partida de carnes. Se acuerda del foie-gras a la sal, del jarrete de ternera de leche (estofado y lacado), de la liebre a la royal (en volován) y de la panceta con caviar y parmentier. Más todo el repertorio de caza: becada, pichón, paloma torcaz y otros plumíferos.  Desarrolló la virtud del aplomo, imprescindible cuando se trabaja a niveles casi insufribles de presión.

La ruta de los fogones

En 2001 se trasladó de Barcelona a Madrid para trabajar en La Broche, de Sergi Arola: cinco meses en cuarto frío y entrantes. Se encargaba de platos como el carpaccio de ceps con emulsión de piñones o la célebre coca de foie-gras, que en realidad es un homenaje a la coca mallorquina de ‘trempó’ (ensalada de verano a base de cebolla, pimiento y tomate). También en la capital, estuvo en Casa Cirilo, restaurante con fama arrocera, y en Gala, ya como chef.

A su vuelta a Valencia, trabajó durante tres años en Torrijos, junto a Josep Quintana, quien delegó en Nacho Romero el papel de chef-orquesta. De ahí saltó a Fuengirola para dirigir y redirigir el macrorestaurante El Higuerón, célebre por la calidad de sus materias primas.

En la cocina se encontró desde legionarios tatuados a sufridas amas de casa. Tuvo que reeducar muchas cosas en poco tiempo y cosechó buenas críticas con una cocina pensada para agradar a todos los públicos. Ahí comprobó que la modernidad no tiene por qué andar reñida con una cocina más posibilista o utilitaria a efectos de éxito y gestión.

De esta última experiencia malagueña surgió la doble vertiente que hoy despliega Nacho Romero en el Kaymus, fundado con ayuda de su padre, Abraham, en octubre de 2008.

Un desdoblamiento que le permite investigar, disfrutar de su oficio, y a la vez mantener a flote el negocio y contentar a una clientela que quiere ver bocado en el plato y comérselo con los dientes, no con el “iphone”.

Kaymus

Avda. del Mestre Rodrigo, 44

Valencia

Tel.: 963 486 666

 

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