Restaurante Etxebarri
El fuego y la materia
Autor: Pepe Barrena
Autor Imágenes: Restaurante Etxebarri
Fecha Publicación Revista: 01 de abril de 2017
Fecha Publicación Web: 03 de abril de 2017
El fuego reinventado, la materia prima en su apogeo. Ni PacoJet, ni Roner, ni demás artilugios hight-tech que parecen sacados de una película de ciencia ficción. Frente a tanta cocina que se escuda en los efectos especiales para disfrazar, en muchas ocasiones, la calidad del género o la falta de dominio del mismo, es un consuelo encontrarse con la artesanía en estado puro, con el bricolaje casero del que aún brotan sabores y sensaciones impagables.
El imperio del asador contraataca con su peculiar “investigación de caserío” y los protagonistas no son esos utensilios antedichos, ni el nitrógeno líquido, ni las cargas de sifón, ni el alginato para la esferificación; no, los actores principales de esta revolución a la brasa son el ingenio y la sensatez, como los que aplica el genial Bittor Arginzoniz en la singular ciencia de pasar por los rescoldos de la hoguera los mejores manjares.
En el maravilloso Etxebarri, la vanguardia hace ya mucho que entró de lleno en las parrillas, algo que se ha premiado con justicia con galardones de relumbrón, como el de estar considerado entre los 15 mejores locales del mundo en la clasificación “50 Best Restaurants”.
El hermoso sonido del silencio
Pero antes de dar la brasa ubiquemos el paisaje, el personaje y su obra fundamental. Para ello sugiero al lector que cierre los ojos, suspire y dibuje mentalmente un paraje soñado del País Vasco; un entorno de interior donde el silencio se oye, donde contundentes y enigmáticas cumbres de picos grisáceos ejercen de centinelas de un valle tranquilo y sereno de ondulados y verdes prados por los que discurren arroyos y riachuelos cercanos a bellísimos caseríos.
Allá, en lo más profundo de este relajante decorado, aparece plácido un pueblo de formas armoniosas, con una plaza de juguete que agotará la batería de las máquinas fotográficas o teléfonos móviles.
Si aún cree el viajero en paisajes soñados, ajenos a esa palabra tan odiosa llamada saturación, no tiene más que acercarse al valle vizcaíno de Atxondo e hincar su odisea visual y placentera por cualquier recodo, primordialmente en este restaurante que lleva años implicado en la revolución de esa técnica de elaboración que ha convertido en un arte único.
Panorámica desde el caserío
Un restaurante que deriva de los caseríos vascos, esas haciendas que desde tiempos inmemoriales se han construido alejadas unas de otras, aprovechando terrenos propicios para la labranza y accidentes geográficos que permitían la protección de los vientos o disfrutar de una amplia panorámica, desde la cual se pudiera observar tanto la situación del ganado como la aproximación de gentes extrañas. Piedra, madera, argamasa, ladrillo, cemento, cal, teja arábiga y pizarra han sido los materiales dominantes en la construcción de estas moradas donde la estructura de plantas y espacios es fundamental.
Empezando por la fachada y terminando por el desván para el almacenamiento de grano, legumbres y pasto; la amplia cocina que es a la vez comedor y despensa; el establo e, incluso, el lagar con las kupelas para la elaboración de sidra, han dibujado también el prototipo de estos singulares edificios que, en muchos casos, cambiaron de vida y esencia para convertirse en atractivos establecimientos hosteleros. Quién lo iba a decir. Lo que hace apenas unas décadas eran pesebres donde rumiaba el ganado vacuno ahora son comedores que ostentan notables calificaciones en las guías más prestigiosas.
Aromas limpios de madera
El patrón del Etxebarri vive alejado del mundanal ruido, cuesta sacarle a tinglados, fiestas y congresos culinarios. Ama por encima de todo su entorno, el bosque cercano que recorre meditando y respirando a lo grande el día de fiesta, y el perfume de una buena chimenea encendida: “No hay mejor olor en el mundo que el de la leña; son aromas que me remiten a mi infancia, que me traen recuerdos y sensaciones”.
La madera ha sido, no por casualidad, el eje que ha vertebrado la leyenda de Arguinzoniz como maestro de maestros en cuestiones de hogueras y ascuas para sibaritas. Su primera gran inquietud fue precisamente sustituir el carbón por leñas menos agresivas que no enmascarasen sabores.
Quizás los viajeros gourmets recuerden aquellas antológicas anchoas a la brasa con las que Bittor inauguró su repertorio de creaciones geniales. La potencia o levedad del calor era vital para mantener el sabroso pececillo en su mejor estado de cata, aparte la inteligente forma de presentar el pescado, lomo contra lomo con las pieles por fuera y apenas un golpe de humo y temperatura. Así, la leñera del Etxebarri se fue complementando con tajos y troncos de encina local –dura, potente y calorífica–, con sarmientos y cepas de vid, con maderas de olivo, al objeto de conseguir aromas limpios, naturales y sanos.
Y el hombre dominó el fuego
Otra de las grandes aportaciones de Arguinzoniz al ancestral universo de la parrilla fue la separación de las brasas en espacios independientes y la envidiada colección de utensilios que ha diseñado a medida de sus inquietudes. Respecto a los fuegos por separado la justificación es clara: hay que controlar las brasas no que las brasas nos controlen; por ello se dejan en el horno para que se consuman y cuando están al rojo vivo se cogen las ascuas que se requieran y se ponen en los asadores.
Parece fácil pero es tarea compleja. Sobre la batería de cocina que deja perplejo al cliente que suele visitar las cocinas al acabar su menú, mencionar algunos instrumentales: parrillas planas diminutas, propulsores de calor que permiten mantener la temperatura adecuada en la parte superior de las chuletas no expuestas a las ascuas, sartenes de malla o perforadas por láser para asar las angulas, el arroz e incluso impregnar de aromas las delicadísimas yemas de huevo que provienen de sus propias gallinas, u ollas en forma de volcán para cocer percebes.
La exaltación del producto
Si juntamos las bases de infraestructura o argumentos anteriores, la leña y el utensilio, con la obsesión del cocinero por la selección exhaustiva de la materia prima y el milimétrico pulso que aplica al oficiar el género, no es raro que el Etxebarri se haya convertido en el lugar de peregrinación para los apasionados del producto sin disfraces. La logística del mundo global permite hacer llegar al día este recóndito refugio lo mejor de lo mejor; almejas, espardenyas, gambas rojas, setas, huevos, trufas, caviar, rodaballos o cualquier otra suculencia de excepción en sugestivas locuras. El top de la exquisitez siempre está presente en el Etxebarri. Además, el mago lleva tiempo jugando a la combinatoria, al salseo, al diseño efectista sobre la vajilla, a la levedad del aroma a humo, con resultados espectaculares.
Ejemplos de una comida inolvidable: berberechos como pelotas de tenis con emulsión de limón, de pomelo y de naranja sanguina en cada cáscara; pulpitos enanos sobre cebolla caramelizada y trazo de tinta de calamar; anchoa en salazón de lujo sobre “pan tumaca” braseado. Bocados sublimes que engrandecen su recetario junto a los inolvidables mejillones al vapor de madera con jugo de zanahoria y polvo de choriceros, los caracoles a la paja o las ostras ahumadas con lecho de algas y espuma de su jugo.
Sin olvidar ese talo de chorizo braseado o ese embutido de cerdo que el propio Arguinzoniz elabora tras seleccionar las chichas de la matanza. Sí, la elaboración autóctona y artesanal casera es seña de identidad de cualquier menú-degustación de la casa, con gollerías como la mozzarella propia que tanto costó al jefe perfeccionar y conseguir (tiene búfalas en el caserío donde vive), que sirve con avellana y miel; los guisantes de su huerta que asa en papillote de sus vainas e incluso cerveza de autor con agua de manantial que sirve a presión y no en botellas.
Mantequilla y caviar ¿a la brasa?
Tras haberse pasado por las ascuas prácticamente todos los grandes manjares, en el Etxebarri todavía queda margen para la sorpresa. A quien esto escribe le pasó en una visita en la que probó una fantástica mantequilla ahumada con lascas de trufa negra y toques florales, plato de una belleza abrumadora que demuestra que este genio de la parrilla no tiene límites.
Después de aquello cabría decir ¿tonto el que asó la manteca? Pocas veces la inmejorable suavidad de la mantequilla, su extraordinario aroma, su textura impecable y el barniz de ebanista que proporciona se han presentado en sociedad de manera tan estilosa y elegante.
Otra de las grandes primicias gastronómicas sorprendentes que ofreció el asador hace ya unos años fueron las angulas o el caviar a la brasa. La fórmula de las primeras, más o menos, sigue siendo la siguiente: matar los alevines con una infusión de tabaco, limpiar las babas y conservarlas crudas para a continuación ponerlas sobre una sartén especial con perforaciones de calibre mínimo realizadas con láser.
En este recipiente se saltean las angulas muy brevemente, unos 30 segundos, justo hasta que cambian de color. El caviar fresco y natural iraní, que le proveen sin salar, se deposita en una peculiar parrilla doble con alga wakame abajo y arriba las huevas del esturión para mantener junto al fuego un rato hasta que las huevas empiezan a desengrasarse. Caviar ligeramente ahumado y tibio, algo excelso que el mago de los vinos Agustí Peris, ya casi otro casero de la zona después de llevar tiempo compartiendo experiencias y locuras con Arguizoniz en el Etxebarri como maestro de ceremonias báquicas, sabe combinar como nadie. Esta es la soportable levedad de los placeres en el valle de Axpe-Atxondo.