En temporada: erizos
La potencia del mar
Autor: Eufrasio Sánchez
Fecha Publicación Revista: 01 de febrero de 2015
Fecha Publicación Web: 16 de agosto de 2017
Revista nº 466

Si de algo pueden presumir los asturianos, entre otras muchas cosas, es de contar con uno de los litorales mejor conservados del país. Cerca de 300 kilómetros de costa jalonados de acantilados y ensenadas batidos por la bravura del Cantábrico; un mar vivo, vestido de paradisíacos tonos verdes y azulados.
Pero no todo es tan idílico como pudiera parecer. El occidente de Asturias, antaño tan rico en oricios, tanto por el sabor como por la abundancia, hoy se muestra casi yermo de esta punzante y exquisita especie experimentando una defaunación, término acuñado para hacer un paralelismo con deforestación (eliminación de bosques naturales), con lo que supone de deterioro en la biodiversidad biológica.
La causa en este caso no es otra que la sobreexplotación, la sobrepesca. Es tanta la voracidad que tenemos los oriciófagos asturianos, que nos los hemos comido sin dejarlos crecer ni reproducirse. Los hemos esquilmado. Tan solo algunas tímidas acciones de repoblación llevadas a cabo, si es que cuajan, podrían variar el actual panorama.
Un entusiasmo contagioso
Uno, que bien podría haber hecho la “mili” con Magallanes, recuerda cómo delante de la Pescadería Municipal gijonesa, en el llamado Campo Valdés, sobre las Termas Romanas, llegaban camionetas cargadas de oricios que eran vendidos a duro (cinco pesetas) la palada. Y más tarde a cinco duros. Palas como las que utilizan los obreros en su trabajo, y la gente los compraba por sacos para llevarlos a casa y comerlos en familia.
Eso da idea de la vehemente pasión de los asturianos en general y de los gijoneses en particular por este “sol de mar” (término utilizado por el poeta chileno Pablo Neruda).
Pasión que no es del todo compartida por los vecinos gallegos, pues hasta hace bien poco, para muchos mariscadores el oricio era considerado una subespecie, un bicho poco apreciado, posiblemente debido a que en materia marisquera los galaicos tenían mucho donde elegir; aunque sí que ha habido entre sus gentes gastrónomos sabios como el tantas veces citado Julio Camba, al que no me resisto a traer aquí por la gracia de su talento para definir con tanto acierto al equinodermo: “El oricio es un extracto de mar, un hálito de borrascas, una esencia de tempestades.
Al primero que uno toma la boca no se le hace simplemente agua, se le hace agua de mar, con todos los olores y sabores marinos, y después de tomarse quince o veinte docenas –porque el tomar este marisco no es comer ni beber, sino respirar en pleno océano-, la más fina langosta le sabrá a uno a galápago y las mejores almejas a neumático de automóvil”. Ahí queda eso.
Aunque las cosas están cambiando. Ya se empieza a ver oricios en algunas pescaderías y restaurantes gallegos y comienzan a proliferar conserveras que los envasan, al igual que se viene haciendo en Asturias desde hace décadas, a partir de que la conservera gijonesa Agromar, pionera en la comercialización de este producto, lo sacara al mercado denominándolo “caviar de oricios”. Todo una delicatessen.
Lo que sí que han tenido claro los profesionales de la mar en Galicia es el nicho de mercado que había en Asturias, dado que los oricios constituyen para los asturianos uno de los elementos marinos más deseados, y sabedores de que en sus costas están prácticamente extinguidos.
Los oricios viajan de Galicia a Asturias por toneladas. Llegada la temporada comienzan a rugir los motores de los camiones cargados del preciado y cada vez más cotizado marisco, rumbo a Gijón.
La campaña alcanza su momento álgido en el periodo que va de enero a marzo, incluso abril, aunque es tan grande el deseo de los oriciófagos por meterles mano, que no es difícil encontrarlos ya a partir de octubre o noviembre tanto en pescaderías como en locales hosteleros, aun sabiendo que todavía no están en comida, en sazón. Los oricios necesitan frío, son decididamente invernales. De hecho los que están permanentemente a la sombra son más grandes y negros. Fuera de ese tiempo (desovan a partir de la primavera) se muestran descarnados y lechosos.
En aguas mediterráneas
Aun cuando, como queda dicho, la mayor parte de la población de oficios se concentra en el Noroeste peninsular, y la avidez de su consumo es todo un fenómeno gastronómico-social en la región asturiana, también figuran en la nómina de los mariscos atlánticos sureños (costa gaditana), y de modo que supera lo meramente testimonial, habitan los espacios rocosos que son atravesados por las corrientes en algunas franjas del abrupto litoral mediterráneo de la Costa Brava. Sobre todo en la ribera de Palafrugell, en plena comarca del Bajo Ampurdán, donde el erizo u oricio pasa a llamarse garoina o garota.
De hecho, hace veintitantos años que se viene celebrando dentro de las jornadas de la cocina de esta localidad, la Garoinada, una de las principales campañas gastronómicas de la Costa Brava, que dura los tres primeros meses del año, coincidiendo precisamente con la época en la que las carnes del equinodermo muestran su esplendor.
Habitualmente son consumidas al natural, crudos, recién abiertos, acompañados de pan y vino (tinto) para andar el camino, a la manera multisecular de los pescadores.
Lo que nos pone de ellos son los genitales, o sea los ovarios, las gónadas. Los corales, no las huevas como hay quien las denomina erróneamente. En sus cinco glándulas genitales de color amarillo anaranjado, coralino, está su esencia –tal vez por eso se le atribuyen presuntas cualidades afrodisíacas-. Son las que inundan de yodo nuestro gusto y nuestro olfato, como si una ola nos envolviera lanzándonos hasta la orilla de la pleamar organoléptica.
En Asturias son consumidos principalmente en chigres o sidrerías (la relación entre los oricios y la sidra va más allá del correcto maridaje o de la perfecta armonía para comportarse como auténticos amantes), donde se sirven crudos o ligeramente cocidos.
Antiguamente llegaban a la mesa enteros y acompañados de un mazo y una tabla de madera, para ser machacados a base de golpes, con el inconveniente que suponía el hecho de que las púas llegaran a la boca, ensartadas o camufladas en el elixir de su cuerpo.
Después se evolucionó a la utilización de dos tenedores colocados en la boca del animal en sentido opuesto con los que se presionaba hasta romperlos por el medio. Hoy ya salen de la cocina abiertos y desarmados para facilitarnos el abordaje; pero eso sí, a precios de altura. También la alta restauración se está ocupando de ellos con propuestas sumamente imaginativas, convirtiendo a este humilde plebeyo marino en “príncipe de las mareas”.