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Merluza

El ocaso de la reina

Autor: Pepe Barrena
Fecha Publicación Revista: 01 de mayo de 2017
Fecha Publicación Web: 03 de mayo de 2017

El caso de la merluza es verdaderamente excepcional ya que está considerada como el “pescado español” por excelencia, no solo por el arraigo con el que cuenta en nuestro recetario tradicional marinero sino, primordialmente, por la indiferencia que concita en el resto del mundo gastronómico. Apartando las capturas de “anzuelo” o de “pintxo” que se llevan a cabo en el mitificado Cantábrico, lo cierto es que la merluza habita parsimoniosamente por su voracidad en el Atlántico, desde Noruega hasta Mauritania, veranea durante todo el año por las costas mediterráneas y el Mar Negro y también cuenta con muchos familiares en el Pacífico, en los caladeros de Namibia, Sudáfrica o en Nueva Zelanda, es decir, en prácticamente toda la geografía oceánica; pese a semejante despliegue su fama como bocado eminente nunca ha encandilado especialmente a los gourmets de las naciones que mecen esos mares, esas aguas.

Ni franceses, ni escandinavos, ni japoneses, ni americanos de la costa noreste –por poner un breve ejemplo de pueblos que adoran los productos del mar– han mostrado jamás ninguna atracción por nuestra protagonista. Y ni mencionar a otras etnias de interior que portan el estandarte de reputadas expertas en las cosas del comer. Nada de nada. ¿Seremos los españoles un poco “merluzos”? ¿cómo es posible que un pescado blanco por excelencia, de bajo contenido en grasas, del que se aprovecha absolutamente todo y de una sutileza que raya la candidez no triunfe más allá de nuestras fronteras?

A vueltas con el sabor

Encuentro varias razones para responder a los interrogantes. La primera atiende a algo tan elemental como su sabor: la merluza es insípida, amorfa. O dicho de otras formas más castizas “es el pescado que les gusta a quienes no les gusta el pescado” o “es el pescado que solo sabe a lo que se le ponga”. Al respecto, fue curiosa la actitud del gran escritor y gourmet Álvaro Cunqueiro, que la consideraba “una superstición de los curas gallegos, de los abades de las Rías Baixas”.

En cualquier caso, las opiniones contrarias son bastante minoritarias. El valor sápido es lo que es y sólo los forofos pueden negar que el rodaballo, la lubina, el salmonete, el rape, el dentón, el salmón, el besugo, el mero, el lenguado o el congrio –no sigo– tienen menos gusto que la merluza.

Otra razón de peso para justificar la indiferencia del resto del mapamundi puede que derive del para nosotros excelso recetario popular, especialmente entre las gentes del norte, pero para ellos nada convincente, ya que ni en la merluza en salsa verde, a la sidra, con la ajada gallega o simplemente albardada o frita, no aparecen para nada ni la mantequilla ni las especias picantes y sí el ajo y algún que otro vampiro culinario, aliño que particularmente se detesta por ahí fuera entre los finolis.

Allá ellos y quien quiera descubrir la grandeza que la merluza ha otorgado a nuestra cocina solo tiene que leer, ver o catar lo que se oficia con amante tan generosa a la que nunca gustó posar desnuda, sino vestida con un toque de pimentón, con un velo verde bajo sus carnes, enclaustrada en una celda etérea de huevo, patinando sobre una pista aromatizada con los perfumes de la sidra o mostrando su euforia cuando sus “partes” más apetitosas se posan sobre las brasas.

La ruta de la merluza

Que viajen estos desinformados por rincones y puertos como Celeiro, Cudillero, LLanes, San Vicente de la Barquera, Getaria o Pasajes. Que prueben en directo, o que algún sabio amigo les prepare, una cazuelita de merluza como la del Sport de Luarca o unas kokotxas en salsa verde sedosa con microscópicos cortes de perejil como las que cocinaba artesanalmente y en directo el legendario Juan José Castillo en Casa Nicolasa de San Sebastián, o la apoteósica merluza frita del restaurante cántabro Sinfo, en Suesa, de la que el añorado Manuel Martín Ferrand decía que era la mejor del país y que este cronista corrobora; plato que por sí solo merece una escapada y que se presenta en vajilla alargada por su dimensión colosal, ya que la ración es un lomo entero del pescado, “troceado” sin perder la forma y de una fritura y jugosidad  fuera de serie. Con cosas como éstas no es extraño que la influyente crítica gastronómica del planeta Patricia Wells emitiera su dictamen sobre la culinaria del pescado: “Nadie en el mundo posee la delicadeza de los españoles a la hora de prepararlo”.

Pescado de retaguardia

La merluza no ha cuajado nunca en la vanguardia, este territorio de modernidad, tal vez por ser la gran dama de la cocina clásica y ya se sabe que los modernos, aunque en público la respetan, se alejan de ella en cuanto acarician un efecto especial o una idea rompedora.

Al principio de la farándula creativa, como era de esperar, las deconstrucciones adriáticas o interpretaciones de los platos populares azotaron a la merluza y sus guarniciones intocables. Hubo de todo como es lógico, incluso alguna creación sobresaliente que aguantó mucho tiempo en carta.

La diseñaron con acierto, sensatez y rigor los chefs del magnífico caserío-restaurante vizcaíno Andra Mari de Galdakao y era una versión de la merluza a la koskera en la que separaron y adornaron con técnicas varias sus ingredientes principales: almejas con gelée de espárragos, crema de guisantes primaverales, aceite de perejil, ravioli de yema de huevo; todo escoltando un imponente lomo del pescado confitado a un punto perfecto.

Fue un sugerente amago que no tuvo mucha continuidad, aunque sí salieron a la luz algunas recetas con aspiraciones que han quedado en el recuerdo de muchos viajeros y amantes de la merluza, como la trabajada a baja temperatura por Francis Paniego en el Echaurren de Ezcaray y luego acompañada de finísimos pimientos verdes del cristal con una sopa traslúcida de arroz y pollo; o la merluza confitada en aceite de corteza de limón con crema ligera de mejillones, obra del virtuoso y no suficientemente reconocido David Yarnoz de El Molino de Urdaniz navarro; o el impresionante lomo de merluza asado con tirabeques en salazón de anchoas y hojas de acedera silvestre del mago Andoni Aduriz en Mugaritz, su caserío de diseño y laboratorio de experimentos; incluso algo tan reciente y de impactante puesta en escena como la “merluza terrestre” que se ha sacado de la chistera Elena Arzak.

Pero la realidad es que la mayoría de los chefs prefirieron y prefieren otras especies y mariscos para mostrar a los gourmets sus inquietudes y locuras, eso teniendo en cuenta lo irrisorio de sus precios actuales y un mundo global que permite con su frenética logística proveerse de piezas de trazabilidad garantizada y frescura adecuada casi al instante. Y así han pasado ya dos décadas en las que la reina parece haber iniciado su ocaso, su fase crepuscular recordando tiempos mejores.

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