En temporada: Becada

La del pico largo

Autor: Pepe Barrena
Fecha Publicación Revista: 01 de noviembre de 2015
Fecha Publicación Web: 08 de diciembre de 2015
Revista nº 475

Antes de que definitivamente se globalicen hasta las temperaturas habrá que suspirar por los momentos mágicos que han marcado siempre las estaciones. La nieve en invierno, las flores y los cánticos a María en primavera, la siesta sin despertador en los días de estío y, por supuesto, el embriagador perfume de los bosques en ese otoño que ansían cada calendario los gourmets con su impagable regalo de setas, manzanas, mariscos, castañas, trufas blancas, liebres, perdices y otras gollerías que bendicen perolas y sartenes con sus aromas inconfundibles.

El otoño, con su luz suave y su aire más fino, es la época donde los sentidos se saturan de naturaleza, de sol intermitente y lluvia agradecida, de fragancias exquisitas que incitan a rodearse de gentes cabales en ambientes confortables. Y el otoño, también, nos dona dos festines inigualables: el visual de las hojas con su asombrosa transformación cromática y el gastronómico de la becada, venerable y hedonista ave zancuda que acapara sensaciones misteriosas y que requiere, en honor a su grandeza como manjar, alguna que otra extravagancia para disfrutarla.

El ritual del ortolan

Los franceses, pueblo que se distingue de otros no sólo por lo que comen sino por cómo lo comen, idearon la respetable fórmula de extraer hasta la última gota del placer de este mítico pajarillo “hortelano” inclinándose sobre el plato con la cabeza cubierta por una servilleta. De esta guisa, atrapaban sus vapores, inhalaban su bouquet y lo saboreaban plácidamente concentrados, mandando al carajo la contienda verbal propia de bocado tan perseguido y cotizado. Esta parafernalia la describe con su chispa habitual Peter Mayle en “Lecciones de la buena vida”, un libro, por cierto, apasionante en el que el autor recorre ferias y mercados galos armado de cuchillo, tenedor y sacacorchos.

Cuenta que contemplando una foto de los años veinte del siglo pasado en la que un grupo de caballeros bien trajeados oficiaban la liturgia descrita alrededor de una mesa, a Mayle le recordaba una congregación de monjes dando gracias al señor por los alimentos que iban a tomar. Dado que a día de hoy si a uno le pillan zampándose un ortolan, que está en vías de extinción, le llevan casi a la trena y antes de que ocurra otro tanto con la becada, no está de más compartir con la denominada “hechicera del bosque” tan gratificante experiencia de recogimiento y paño cubriendo la azotea para saber lo que es bueno.

Entre cenizas

Otro aconsejable ritual, no tan extravagante en las formas pero sí en la puesta en escena, para disfrutar de lo lindo de la chocha, arcea, sorda o pitorra, que es como bautizan a la becada los cazadores según las geografías, consiste en salir al campo en busca de unos viñedos otoñales apropiados.

En el zurrón unos buenos ejemplares de estas aves, piezas gordas y grasientas, de pechuga blanquecina y carnes que arropen convenientemente la carcasa pectoral. De compañía, nada mejor que los amigos escopeteros que han tenido el detalle de proporcionar el género, así nos enteraremos de que abatir las becadas de un solo tiro es lo idóneo, pues se evita que el ave desparrame el contenido del conducto intestinal lográndose así el máximo desarrollo de su aroma.

Los expertos compañeros de cuchipanda, se supone que ante momento de tal felicidad compartida, contarán historias acerca de los amoríos de estas plumíferas que saben a tierra y maleza húmeda. La becada, dirán, se juega la vida en los recónditos parajes de los bosques en los que corteja a sus amantes; en plan suicida, pasando olímpicamente de los depredadores de dos y cuatro patas con tal de consumar el acto. ¡Qué envidia de atrevimiento, qué osadía por un polvo en ambientes tan enmarañados y sombríos! Llegados al majuelo es la hora de preparar unas becadas “a la ceniza”, elaboración insustituible en estas jornadas otoñales.

Se envuelve cada ave limpia y eviscerada en hojas de viña previamente untadas de manteca y con una loncha de tocino. Luego se envuelven nuevamente en papel de pergamino y se colocan sobre brasas hasta que estén a punto. Durante la espera, no está de más sacar a colación las palabras del eminente Brillat-Savarin: “Quien sirva estas aves de otro modo que asadas o en papillote delatará su ignorancia. El aroma de estas criaturitas es tan maravilloso que hay que impedir que se disuelva, se evapore, se desvanezca cuando entra en contacto con un líquido”. Amén; nadie lo podía decir mejor.

Sabores otoñales

La cocina actual de la becada se ha adaptado a los mandamientos de la pureza del sabor. Embaucar al paladar con estofados, salmís, salsas de vino y sandeces como el horripilante chaud froid piramidal y gelatinoso es una herejía para manjar tan incomparable. La becada debe engatusar en solitario, con su propio jugo, después de un corto asado de ocho o diez minutos y de un reposo de otros cinco para que se asiente la carne. Sus esencias merecen una cubertería digna de su realeza, como esa especie de cuchara plana que por un lado tiene un pequeño labio.

Con el ingenioso artilugio recogeremos de manera educada la salsa, evitando a toda costa esos barquitos de pan y demás untes plebeyos que, en otras situaciones y con otras pitanzas, son tan sugerentes como recomendables.

También son espléndidas las que se escoltan con unas morillas escogidas y fragantes para no perder el rumbo del bosque, o las armonizadas con ajos confitados, con tuétano, con una crema estirada de legumbres e incluso con cacao o nabos. Trufas y coles fueron la guarnición de un plato soberano oficiado por Pierre Fonteyne en “Le Bruegel”, el restaurante belga junto al Damme en un marco típico con canales entrelazados con filas de álamos.

Cubiertas sus sangrantes pechugas con un velo de algas nos legó un plato memorable Pedro Morán de Casa Gerardo (Prendes, Asturias), con la satisfacción de comprobar que el yodo es un gran compañero de viaje para esta delicatesen. Un plato que se culminaba con todo el clasicismo de las guarniciones, la tostada con la pomada de foie-gras y los interiores del ave, la cabeza con su pico afilado crujiente y al punto para el mordisco de apertura o final… Pero nada comparable, como decía, a ese asado solitario que al destaparse despliega el otoño, estación que por su generosidad debiera ser la de arranque del año y no la de su crepúsculo como decretan inexorablemente nuestros calendarios.

Y un último recuerdo artístico para que farden de sabiduría culinaria. A raíz de la publicación de “Los cuadernos de cocina de Monet”, Joël Robuchon recuperó una antigua receta de becada asada con cristalinas cebollas glaseadas. Fue su homenaje al gigante de los lienzos, al pintor que capturó como nadie los instantes de la naturaleza, al hombre que solo alteraba su feliz monotonía (y hábitos culinarios) en su casa de Giverny cada 14 de noviembre con un gran banquete en el que los hombres de la familia se disputaban el honor de matar las becadas para el patriarca. Algo tendría la “becasse du bois” para alterar la existencia del artista. Un bocado impresionante entre tanto impresionismo.

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