Lapas
Como una lapa
Autor: Eufrasio Sánchez
Fecha Publicación Revista: 01 de abril de 2017
Fecha Publicación Web: 19 de mayo de 2017

Eso sí, una vez concluida la faena, regresa siempre al mismo sitio, al puesto que tiene allí, a la roca. Algunas variedades, como las de los fisurélidos, tienen un orificio, una fisura en el pico por donde defecan antes de ponerse a dormir.
Al ser unisexuadas liberan el esperma y los huevos en el agua, para que comience su evolución a través de larvas pelágicas. Después se adhieren con tal fuerza a las rocas con su robusto y musculoso pie, que se produce un cierre hermético protegiéndose eficazmente de las más fuertes olas, contra la sequedad durante la bajamar, e incluso de los rayos del sol y contra el peligro de perder sal cuando son azotadas por la lluvia.
Teniendo en cuenta que su fuerza de succión supera 4.000 veces el propio peso, conviene pertrecharse de un buen artefacto a modo de herramienta con mango de madera y vástago de hierro, con pica aplanada como la de un escoplo al ir al pedrero a coger llámpares, y meterlo con fuerza para pillarlas desprevenidas. Así lo hacía por pura empatía con el mar y sus cosas este humilde cronista cuando era un imberbe en los pedreros de la desaparecida playa de El Tallerín de Jove (Gijón), donde comer y arrancar todo era empezar.
Crudas iban directamente a la boca, con el único aditamento del agua de mar y su yodo escurriendo por la comisura de los labios.
Desconocida pero codiciada
Si ya de por sí la mayoría de los moluscos despiertan afectos por sus cualidades gastronómicas en nuestro país, la llámpara, la humilde llámpara, resulta un apetitoso marisco que enriquece el menú de los ribereños de las costas astures, constituyendo una parte esencial del inventario faunístico del ecosistema del litoral, a pesar de que los conocimientos generales sobre estas especies suelen ser más bien reducidos.
Falta averiguar si será posible estudiar a fondo el minientramado de relaciones existentes entre la llámpara y el entorno, aun cuando su microcosmos no está para nada oculto a nuestras miradas.
A la vista están sobre piedras y rocas de playas y acantilados, o adheridas a los malecones de los muelles, donde baten aguas superficiales, valiéndose de su característica más llamativa, la concha, una dura concha caliza que le sirve de protección a su blando cuerpo, carente de esqueleto interno. Es, por así decirlo, un esqueleto externo y punto de inserción de los músculos. En ella, en la concha, puede ocultarse el animal en caso de peligro o de condiciones atmosféricas desfavorables.
Las lapas abundan en todo el litoral cantábrico, aunque es en la zona asturiana de Lastres y la que va de Quintes a Quintueles (concejo de Villaviciosa) y de Quintueles a Gijón, la llamada zona mariñana, donde este vigoroso molusco tiene más presencia apiñado en sus roquedales, coincidiendo también con una mayor calidad y un más alto aprecio por lo que, como es lógico, es donde un mayor número de capturas se obtienen, sobre todo cuando son extraídas de las rocas de La Güera, La Escalera, El Pielgu o La Tuerba, hermosos rincones que se ofrecen como valioso premio a los pescadores (sólo se puede llegar a pie) que superan su difícil acceso e invitan a perderse en lugares tan insólitos donde contemplar la inmensidad del océano.
El rico recetario asturiano
De siempre, los antepasados mariñanos del Paleolítico fueron predadores y gastrólatras. En ese periodo las cacerías de moluscos cobraron mucho peso. De esa época son también los llamados “concheros o basureros”, depósitos fosilizados de conchas (a los que ya me he referido en otras ocasiones, especialmente a propósito de los oricios), y en los que aparecen innumerables restos de estos gasterópodos justamente en las cuevas donde se supone que eran consumidos.
Despreciada, cuando no ignorada en la gastronomía universal, resulta casi imposible encontrar referencias a la llámpara en los manuales culinarios internacionales, ni siquiera es mencionada en “La cocina para pobres” de Alfredo Juderías; en los tratados de gastronomía, cuando aparece, apenas se le dedican unas líneas; sin embargo el recetario asturiano ofrece un buen número de alternativas entre las que destacan las guisadas en salsa verde; en salsa roja con tomate, jamón y/o chorizo; a la sidra; en sopa; en revuelto; en tortilla; con fideos; con fabes; con arroz o sencillamente “afogaes”.
Tal vez esta última sea la forma más básica (y a la vez la más difícil), sólo necesita de un buen aceite de oliva virgen, un apenas imperceptible toque de ajo y la chispa de una pizca de guindilla, elaboradas muy brevemente y con mucha delicadeza para darles ese punto mágico que consiguen en acudideros como el de Casa Kilo en Quintes (Villaviciosa), –una mala praxis por exceso de cocción puede convertir a la llámpara en pura gomosidad neumática–, con el que se tornan en nube, en pura gelatina marina que se funde en la boca. Sobre todo cuando son degustadas en primavera, pues aunque están disponibles a lo largo de todo el año, es al final del invierno cuando se muestran más hidratadas y blandas, alcanzando una mayor jugosidad, siempre que procedan de rocas que sean diariamente batidas por las olas, pues de lo contrario, expuestas al aire y al sol se secan y endurecen volviéndose correosas.
Su condición de marisco popular y modesto no ha impedido que los hermanos Manzano (Nacho y Esther) en Casa Marcial (La Salgar s/n. Arriondas) y La Salgar (Pº Doctor Fleming, 887, Gijón), lo hayan encumbrado al olimpo de la alta restauración con sus sutiles manos en imaginativas formulaciones. Al igual que hace Pedro Martino en Naguar (Av. Galicia, 14. Oviedo), cuando les extrae los jugos para convertirlos en un exquisito elixir.
Pero no sólo Asturias tiene derecho de patria en materia de llámpares. También en el archipiélago canario, sobre todo en la isla de La Gomera –donde ya eran devoradas por sus aborígenes–, tienen especial predicamento. Las lapas canarias suelen alcanzar un mayor tamaño y normalmente se preparan a la plancha acompañadas por el inevitable e imprescindible mojo.