Productos con letra

La pimienta y los herreros

Autor: Serafín Quero
Fecha Publicación Revista: 01 de mayo de 2017
Fecha Publicación Web: 05 de junio de 2017

La Biblia es igualmente una valiosa fuente para conocer la importancia que tenían las especias entre los judíos. Se usaban para el pago de impuestos o como preciado regalo. La reina de Saba le ofreció especias al rey Salomón –cuya fortuna se basaba en el tráfico de especias y de metales preciosos–. También se usaban para enmascarar el aspecto de las viandas, así como para rejuvenecer y prolongar la vida.

Las especias fueron objeto de guerras que buscaban el control de su mercado; los fenicios fijaron en Tiro el centro comercial de las especias en el Mediterráneo, hasta que Alejandro Magno conquistó su imperio y se hizo con el control de ellas en Alejandría. La ruta de la especias –establecida por los fenicios– llegaba desde el Extremo Oriente, Indonesia, a través del Mediterráneo hasta Constantinopla, y desde allí se distribuían al mundo cristiano.

Su comercio fue monopolio de comerciantes venecianos o genoveses, hasta que los españoles encontraron vías distintas a la terrestre, lo que supuso liberarse del control italiano al tiempo que descubrieron unas nuevas “Indias” y nuevas especias como la pimienta de Jamaica, la vainilla y el chile.

Las especias procedían de Oriente –donde se situaba el paraíso terrenal– en cuyos árboles abundaban todo tipo de condimentos. Por ello se crearon los santos óleos con los que ungir a los moribundos, para franquearles así la entrada en el Edén y gozar de eterna juventud.

Un estimulante natural 

Se consideran especias las partes duras –semillas o cortezas–, de ciertas plantas aromáticas y también las hojas fragantes de algunas plantas herbáceas, por lo que en este caso reciben el nombre de hierbas. Suelen dividirse en dos grupos, las que potencian el sabor de los alimentos y las que estimulan el paladar. Entre las primeras se hallan la canela, el tomillo, el azafrán o el romero. Entre las segundas, los chiles, el pimentón, la nuez moscada y la pimienta.

El Arcipreste de Hita en El Libro del Buen Amor recurre a la bondad de la pimienta para alabar el incomparable placer que puede producirnos la mujer pequeña. Al igual que la pimienta calienta y estimula, la mujer chica resume y encierra los placeres del mundo:

Es muy pequeño el grano de la buena pimienta

pero más que la nuez reconforta y calienta:

así, en mujer pequeña, cuando en amor consienta,

no hay placer en el mundo que en ella no se sienta.

Las cruzadas como excusa

A los romanos, gracias a su imperio, nunca les faltaban en su mesa. Sin embargo, debido a la invasión de los bárbaros y después los árabes, las relaciones comerciales entre Oriente y Occidente disminuyeron, lo que hizo que las especias escasearan a la hora de conservar y dar sabor a los alimentos.

Las Cruzadas se emprendieron entonces no sólo para recuperar Jerusalén y restablecer el control cristiano de Tierra Santa, sino para reabastecer a Europa de especias, sobre todo de la pimienta que abundaba en las calles de Alejandría. Todos los reinos cristianos de Europa se unieron para recuperar Jerusalén. También fueron impulsadas por algunos monjes, que con sus sermones y homilías enardecieron a miles de cristianos, para que iniciaran la marcha hacia Tierra Santa. Entre ellos  destacó Pedro el Ermitaño, natural Amiens, que al grito de Deus le volet (Dios lo quiere) animó a la población a que se enrolara en la noble tarea de liberar la ciudad santa de la opresión musulmana.

Según el historiador Gilberto de Nogent, Pedro el Ermitaño era menudo, de salud débil y se alimentaba tan sólo de pescado y vino. Mas, sentía debilidad por la pimienta que no podía adquirir por sus escasos recursos. En la soledad de su ermita fue elaborando un plan para recobrar Tierra Santa que, al mismo tiempo, permitiera establecer de nuevo la vías de comunicación entre Oriente y Occidente. Este fue el origen de la primera Cruzada, también llamada la cruzada de los pobres.

Juego de llaves

Hubo también una mujer que desempeñó un importante papel en la Cruzadas, Leonor de Aquitania. Era una mujer decidida, hermosa e inteligente. Su carácter contrastaba con el de su marido Luis VII, de quien ella decía que era más monje que rey.

Ante las pérdidas de territorios que sufrían los cruzados en Oriente,  el papa Eugenio III persuadió al rey Luis para que organizara una segunda Cruzada. El rey consiguió organizarla con la ayuda del monje cisterciense Bernardo de Claraval. Y su mujer, Leonor, que devoraba la pimienta, no dudó en acompañar a su marido y a los nobles que integraban la Cruzada. Ante las maravillas de Oriente Leonor se mostró más estimulante que nunca.

La marcha hacia Las Cruzadas supuso que muchas mujeres quedaran solas durante un largo periodo de tiempo. “Fiarse de la propia mujer está bien, pero no fiarse está mejor”, se decía en aquel tiempo. Se recurrió entonces al cinturón de castidad que, por un lado, tranquilizó a los cruzados durante su ausencia y, por otro lado, favoreció la profesión de herrero.

Los hombres que no habían partido hacia Oriente, al verse rodeados de mujeres hermosas guardadas por cinturones de castidad, o se hicieron herreros o encargaron llaves de forma masiva con las que abrir el cinturón. La demanda de llaves fue tan alta que los herreros no daban abasto y el oficio de herrero se hizo tan popular que dio origen a un apellido: Smith en Inglaterra, Schmidt en Alemania, Ferrero en Italia,

Forgeron en Francia y Herrero en España. Para más información sobre el asunto, léase el libro del historiador italiano Carlo Maria Cipolla “Allegro ma non troppo”, publicado en castellano por editorial Crítica. 

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