Opinión
Cuestión de tamaño
Autor: Pepe Barrena
Fecha Publicación Revista: 01 de junio de 2015
Fecha Publicación Web: 19 de febrero de 2016
En el caso del controvertido menú-degustación la mente se me va irremediablemente a esa orgía pantagruélica que nos sirvió Marco Ferreri en “La Grande Bouffe” (La gran comilona), película apabullante y realmente agotadora que es todo lo opuesto a lo que hoy se oferta en los locales de autor, una sucesión de miniaturas pergeñadas en aras a la levitación estomacal que desfilan por los manteles con la intención de mostrar en una sola sentada la “añada” del artista, sus logros técnicos y combinatorios o sus dotes para el cromatismo y la composición.
Lo cierto es que muchos de estos templos engalanados con estrellas, que son a los que primordialmente se refiere este cronista, siguen obcecados en lo largo y estrecho con las consecuencias que todos conocemos: imposibilidad de memorizar algún mini bocado realmente espléndido dado el desconcierto de la oferta; en algunos casos esperas dignas de un vuelo en navidades para completar la cata; fisiología del paladar y del estómago hecha polvo con tanta mezcolanza; y, sintiéndolo mucho por los esforzados sumilleres, imposible flechazo y conjunción con un repertorio de vinos y otras bebidas “a medida” en un servicio de quince, veinte, treinta o cuarenta platitos.
Eso no hay cuerpo que lo aguante, ya que con independencia de que lo comestible tenga su equilibrio, su variedad o su ritmo adecuado, cuando se come se come y cuando se bebe se bebe. Un gran plato no necesita de un gran vino, ni un gran vino de un gran plato. Por tanto, guste o no, el divorcio es la solución. Que cada uno tenga su gloria por separado.
Es una reflexión que atañe primordialmente a la alta cocina y, por supuesto, a los festines extensos en los que lo mismo aparece un agridulce insertado en la última interpretación de la gallina en pepitoria que una espuma de regaliz montando unos jalapeños sobre un carpaccio de cigalas. En este enfrentamiento de sabores ¿dónde metemos a Baco? ¿Tendrá el cocinero que ordenar su obra en función de la bodega?
Uno entiende que la obra creativa de los chefs ilustres deba ser expuesta cada temporada pero ello no conlleva este ejercicio de sadomasoquismo al que se somete al comensal por obligación. Dicho lo cual, reivindicamos el menú corto y ancho, la comida en la que se traza la personalidad de su autor, o de su establecimiento, en no más de ocho o nueve pases, que ya está bien.
Pongamos algunos ejemplos claros de lo antedicho. Por el lado del gran despliegue, uno recuerda el menú denominado “El sabor del Mediterráneo” de Quique Dacosta (Dénia), un frenesí de cuatro docenas de gollerías que desfilaban sobre la vajilla en varios actos: Snacks, Tapas, Platos, Postres, La Caja Mágica y Árbol.
Hay que resaltar que cada protagonista por separado era una creación sobresaliente, llegando a la categoría de obra maestra en casos como la “Almendra” o la “Tarta de manzana Campari”, pero la delicada ingesta de tanto virtuosismo generaba esa sensación agotadora de papilas y reloj. Con la mitad del desfile los aplausos hubieran sido más generosos. Por el contrario, la medida adecuada que propugnamos es la que oferta por norma el gran Pedro Subijana en el espléndido Akelarre donostiarra.
Además, sus actuales menús degustación ofrecen algo que se echa de menos en muchas fórmulas similares de otros restaurantes de elite: la cantidad de materia prima de lujo que se sirve y que debe justificar la sentada y la minuta en establecimientos de tal postín. Lo digo porque en muchos de estos repertorios extensos el género de precio brilla por su ausencia, no así las filigranas técnicas con polvos, aires y espumas que de coste poco tienen.
Por ello hay que decir que los menús de este gigante de la cocina son modélicos. Cualquiera de sus propuestas son irresistibles: por medida cabal (9 medias raciones incluyendo postre más el aperitivo), por armonía y orden de entrega y porque, sobre todo, condensan la filosofía culinaria del chef en los últimos años con varias creaciones soberbias de otras temporadas que deja reposar en el tiempo para que todo viajero las conozca. Un planteamiento ejemplar, al contrario del que hacen otros colegas demonizados por la velocidad inspirativa.
Tampoco se debe olvidar el ying y el yang de esta fórmula de seducir al comensal asentada como menú degustación. De los veintitantos euros por cabeza que todavía se estilan en infinidad de casas de comidas y buenos restaurantes de autor, a la estratosférica minuta de la performance culinaria multisensorial que desde el verano pasado plantea Paco Roncero en un hotel de lujo de Ibiza, hay un abismo.
Con todo, uno sigue prefiriendo la medida sensata, esa experiencia única que provoca el querer volver cuanto antes a disfrutar del lugar y de su recetario en dosis adecuadas; no como le pasó a Ugo Tognazzi en “La grande bouffe” que después de los efectos del rodaje, dijo: “Después de esto me he convertido en un adicto a los yogures desnatados”.