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Burdeos

Cité du Vin

Autor: Óscar Caballero
Autor Imágenes: Anaka
Fecha Publicación Revista: 01 de septiembre de 2016
Fecha Publicación Web: 17 de octubre de 2016

Acaso en 2017 se afronten en las elecciones presidenciales, pero el 2 de junio pasado Alain Juppé, ex primer ministro y festejado alcalde de Burdeos y François Hollande, actual presidente de Francia chocaron su copa de champagne, sonrisa en los labios, en el mirador del séptimo piso de la Cité du Vin (ciudad del vino)  que acababan de inaugurar.

Fascinados, ambos, y la multitud que los rodeaba –incluido este corresponsal– por las vistas de 360 grados sobre la ciudad que, desde hace por lo menos cinco siglos, centraliza el comercio del vino de la región. Según Juppé la flamante Cité puede rozar el medio millón de visitantes al año y acrecentar así la cifra de seis millones de turistas que la ciudad recibe.

La historia de la Cité comenzó hace nueve años. Sin empezar. Como cuando Burdeos creó Vinexpo, hoy cita planetaria, la idea de un sitio que contara los orígenes, detalles, oficios y particularidades del vino suscitó desconfianza entre los actores del sector. ¿Qué se nos ha perdido en Georgia? protestaban quienes admitían, si, que probablemente la epopeya de vitis vinífera empezó allí, pero preferían que sólo se hablara de las sesenta DDOO bordelesas.

Juppé, en su segundo mandato como alcalde, respaldado por una consejera municipal de apellido vinícola –Sylvie Cazes, de la familia de Lynch Bages–, fue uno de los predicadores del concepto entre los viñateros.

Los argumentos

El peso del gesto arquitectónico, ese deseo de todas las ciudades de Europa desde que el de Franck Gehry, con su Guggenheim, le cambió la economía a Bilbao. Y esa característica generosa de interpretar la cultura del vino y el cultivo de la viña como una historia con raíces o difusión en diversos continentes.

El propio Juppé arbitró en 2011 entre los proyectos presentados. Con el buen ojo y/o la buena fortuna de que tanto el edificio como su interior escaparan a las polémicas que parecen obligatorias en Francia.

Y eso que la especie de garrafa invertida que corona la Cité podría haber suscitado críticas. En el paseo inaugural Anouk Legendre, arquitecta y responsable con su colega Nicolas Desmazières del edificio, reveló la inspiración de aquella curiosa torre redondeada, que corona los 55 m y 9 pisos del conjunto.

En sus primeras visitas a las bodegas, “con el proyecto en pañales y la necesidad imperiosa de conocer el mundo del vino, me llamó la atención ese gesto habitual de todos los viñateros, que antes de probar el vino lo hacen girar en la copa. Hemos intentado evocarlo”.

La torre está constituida por paneles de vidrio de diferentes colores, modificados por la luz cambiante del día. Y la base cubierta por 2.240 placas de aluminio. Alzada donde estuvieran  las fraguas del puerto, la Cité  costó 81 millones de euros, un 19% aportado por el sector privado, otro 15% por Europa  y en fin 31 millones salieron del Ayuntamiento.

Porque el vino es cultura 

Pero tanto o más importante que el dinero, en una Francia en la que la ley obliga a incluir el lema “con moderación” en los textos sobre alcohol, y prohíbe su publicidad, es su Fundación para la Cultura y la Civilización del Vino. Creada para respaldar la Cité, logró ser reconocida de utilidad pública. Indispensable para recoger aportaciones de mecenas y recibir a un público familiar. Resultado: “un museo del futuro” según Sylvie Cazes, presidenta de la Fundación.

Philippe Massol, director de la Cité, subrayó que “por primera vez el gobierno reconoció la dimensión cultural del vino”. Y recordó que Fundación y Cité se adjudicaban la “misión de salvaguardar, valorizar y transmitir las dimensiones cultural, histórica e intelectual del vino”.

Eso si, aunque hay una comisión cultural asesora, la clave del montaje es la distracción. Por eso Massol se inspiró en el Museo Vivanco de La Rioja y en el Hameau Dubœuf, del popular Beaujolais francés, cada uno con cerca de cien mil visitantes/año.

La entrada principal de la Cité, que mira al centro de la ciudad, permite una vista de conjunto del edificio antes de internarse en los espacios más bien oscuros –como las bodegas y también porque “la luz tenue da una sensación de lujo”– en un periplo que  culmina con las vistas desde ese Belvédère –mirador– adornado por 4.000 botellas suspendidas.

Ideado por la agencia inglesa Casson Mann el recorrido engancha gracias a su Vuelta al mundo de los viñedos (impresionante: pantallas en el suelo para sobrevolar las viñas), La mesa de los terruños, Los retratos de las grandes familias del vino (blanco, tinto, rosado, seco, rosado, licoroso, efervescente) o la Galería de las civilizaciones, que empieza en Egipto y llega al siglo XXI. En total, 19 módulos temáticos con imágenes tridimensionales pero también difusión de aromas, objetos y viñas.

Con libertad de movimientos

“Vino y digital armonizan”, comentó Hollande en alusión al compañero de viaje, como llaman al casco  especialmente diseñado  para escuchar al guía  –en nueve lenguas, incluido el castellano, pero también con relato adaptado a niños– sin cortarse del mundo.

El casco también interactúa con la escenografía para detectar la presencia del visitante en cada punto de su recorrido y hace coincidir, así, la información del oído con la de la vista. Un alarde porque, caso raro en Francia donde la museística impone circuitos rígidos, el visitante de la Cité puede moverse a su antojo por los 19 módulos.

Otra novedad: diálogo con expertos a través de un sistema de videos que permite por ejemplo interrogar a Robert Parker. Y si en el Buffet de los cinco sentidos uno se inicia a la cata, por narices, gracias a la variedad de aromas del vino, en la sala Bacchus y Venus puede aprender la relación entre vino y arte y en unas cabinas reservadas a mayores las que emparientan vino y erotismo.

Más práctico aún: en el piso 7, el restaurante –70 cubiertos y otros 40 en terraza– creado por Nicolas Lascombes (Brasserie Bordelaise, en Burdeos, y La Terrasse Rouge, en Saint Emilion) propone platos con productos locales pero “adaptados a sabores del mundo”. Y 500 referencias de vinos de 50 países.

Latitude 20, “nombre que evoca los viñedos extremos, entra las latitudes 20 norte y 20 sur, por ejemplo los vinos de Bali, India, Madagascar, Etiopía, Brasil o Tahití, que aquí se pueden descubrir”, identifica el Snack gourmand, el Bar à Vins y la tienda. El bar se jacta de 800 referencias de vinos de 80 países.

El Snack, que ofrece tapas y platos para consumir in situ o llevar, de elaborar su propio pan. Y la tienda –o Cave-bibliothèque– de  sus más de 14.000 botellas, clasificadas en 800 referencias que  representan a 80 países. De la selección se ocupó Régis Deltil, caviste bordelais. Y un comité con, por ejemplo, el enólogo planetario Michel Rolland y el mejor sumiller del mundo 2007, Andreas Larsson.

Evidentemente esas tentaciones encarecen la visita, ya gravada por los 20 € de la entrada. Pero un día es un día y si quiere gastar más todavía puede optar por llegar a la Cité, desde el centro de la ciudad, dando un paseo por el dédalo de callejuelas adoquinadas que desde la Porte Cailhau desciende hasta el río, tránsito puntuado por la decena de bares de vino que componen el  Urban Wine Trail.

En fin, en esta Burdeos en la que un tercio de los 750.000 habitantes tiene algo que ver con España, un recuerdo para el bordelés Cyprien Gaulon. No sólo porque inventó la etiqueta de la botella de  vino sino porque además colaboró con  Goya –exiliado y muerto en esta ciudad– en la serie de litografías Los toros de Burdeos. 

Etiquetas: Francia, Burdeos, vino, bodegas,